L as siete taumatúrgicas palabras pronunciadas en Londres hace un par de semanas por el presidente del Banco Central Europeo sobre la disposición a hacer lo que fuese necesario para atajar la temperatura de la prima de riesgo que abrasa a España e Italia han sido interpretadas por él mismo en un sentido diferente a lo que había sido el reiterado deseo de ambos países, que han presionado conjuntamente, y sin diferencias partidarias, para que el BCE comprase bonos. Ni directa, ni indirectamente, con la ingeniosa fórmula de otorgar una ficha bancaria al Mecanismo Europeo de Estabilidad sugerida desde Austria, se ha sentido comprometido el honorable Draghi. El BCE actuará si los Estados realizan una petición formal al fondo de rescate europeo, presumiblemente con la imposición de nuevas condiciones que se añadirían a las impuestas por el rescate bancario en marcha. Pedirlo o no es el dilema cornudo con que se enfrenta el presidente Rajoy en sus magras vacaciones.
No deja de constituir una ironía que se hable de rescate. No es, en la mejor de las acepciones del término, una acción generosa y en ocasiones heroica, como la intentada por los policías que han sido galardonados con la medalla de oro de Galicia. La contraprestación que exigen quienes desde la playa observan el riesgo de ahogarse en que se encuentran los salvables, esperando un SOS para cumplir con la ortodoxia de la normativa, dista mucho de ser considerado altruista. Se asemeja más al rescate que ha de pagarse por liberar a un secuestrado. Apurando la imagen, el rescate lleva consigo, paradójicamente, un secuestro. Se libera de los mercados, a cambio de la libertad de decisión que permite la consciente cesión de soberanía acordada para la entrada en el euro y el Tratado de estabilidad, coordinación y gobernanza ratificado por el Reino de España. Poco margen nos dejan. No será un rescate como el de Grecia, Portugal e Irlanda. No les conviene a los rescatadores, pero no librará de un estigma que puede terminar por arruinar el capital de esperanza que la amplia mayoría de los españoles depositó en Mariano Rajoy y el PP.
El dilema al que nos abocan no se formula como una hipótesis. Se muestra con la crudeza de la realidad. De paso, pone al descubierto miserias en la concepción de Europa. La Unión, sus instituciones, incluido el BCE, está secuestrada por intereses nacionales, en especial de Alemania, que algo ha tenido que ver en la alegría bancaria del bum español. La enfermedad que padece España robustece la salud económica de aquella.
No solo queda reducido el ámbito de maniobra del Gobierno; también el de la oposición y del descontento. La sociedad española se encuentra de algún modo secuestrada. No puede elegir. Necesita que Rajoy acierte en la decisión a adoptar, a la vista de las condiciones del rescate, a cuyo conocimiento se remitió el presidente en rueda de prensa. Un precedente que debería continuarse, como contrapartida obligada por lo excepcional de la situación.