Hubo que dejar pasar las semanas, y algún mes. Hubo que dejar pasar los tequilas, ese trago que muerde en la garganta y en la manzana del corazón, para despedir a Chavela. 93 años de pura vida que se quedaron para siempre en el inicio del agosto pasado. Hubo que dejar que bajase la luz del día, que se fuese el verano, para decirle adiós. Quien la escuchó cantar en directo sabe que es difícil olvidar la intensidad con la que atacaba los sentimientos. Chavela Vargas apuró la vida, como la vida la apuró a ella. Chavela es la prueba de que se puede vivir desde los extremos. Se puede amar los días y las noches con todo lo que traen. En México era una estrella su voz rasgada, su particular volcán. En España fue aplaudida y acogida como pocas. Invitaba a no cerrar los ojos, a no dejar correr el tiempo. El tiempo está para subirse a él, y de los errores se aprende. Ya mayor tuvo Grammy y medallas de oro. Su último disco, no podía ser otro, fue La Luna grande de García Lorca. El cielo tiene jardines. Noche del amor insomne. Hacía que las letras sonasen como fósforo. Nació costarricense. Murió universal.