Dieciséis escalones de piedra. Diecinueve años. Nueve décadas han pasado desde que en noviembre de 1922 Howard Carter descubriese la tumba de Tutankamón. «¿Qué ves dentro», le preguntó su acompañante. «Cosas maravillosas», contestó el arqueólogo inglés que pasó a la historia y que nunca olvidaría ese día. Todas las maravillas están en El Cairo. En Luxor queda la tumba, con un sarcófago, un féretro exterior y la momia del joven faraón. También está la casa del héroe del hallazgo, de Howard Carter, que nunca creyó en la maldición de aquellos que se adentraron en el espacio sagrado. Él mismo murió de causas naturales, y el hombre que hizo la autopsia a los restos vivió más allá de los ochenta años. Aunque verdad es que el resto de los aventurados fallecieron uno tras otro. Tampoco se encuentra la leyenda que diría que quien cruzase aquella puerta conocería el motivo de que la muerte tenga las alas ligeras. La máscara funeraria de Tutankamón y todo lo que se encontró allí multiplicaron en los años veinte del pasado siglo el interés por la Egiptología. Ahora el conflicto político hace que los turistas no lleguen al quince por ciento de los que viajaban allí antes de la plaza Tahrir. Luxor languidece, pero tal vez sea el momento perfecto para ir al lugar donde Carter se hizo universal.