En 1987, ese francotirador del celuloide que a veces es Oliver Stone (desolador el retrato de un presidente que hace en W, con un Bush tirando directamente a oligofrénico) construyó un personaje llamado Gordon Gekko, al que dotó de toda la rutilante ruindad del espécimen del momento: el yuppie. Tenían aquellos tiburones alumbrados en Wall Street el propósito vital de forrarse gracias a la especulación, el aspecto lustroso y rígido de ir embadurnados en gomina y la convicción de que todo el mundo era idiota menos ellos. A Gekko, Stone le coloca frases que escuchadas hoy desde esta Gran Recesión provocan escalofríos. A saber: «Lo que importa es el dinero, el resto es conversación»; «yo no creo, yo poseo». Y la mejor: «La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona. La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución. La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero; es lo que ha marcado la vida de la humanidad». El desaprensivo inversor empotrado en la cara de Michael Douglas creó escuela. En España el más ruidoso se llamaba Mario Conde, un gallego de Tui que tenía el mundo a sus pies y el acento comprado de un señorito manchego. Gekko y Conde acabaron en la cárcel, pero Stone retomó a su criatura en el 2010 para demostrar que, lejos de resolverse, los vicios que encarnaba se habían sofisticado. A Conde, ya saben, lo vimos en octubre contando chistes de gallegos en un teatro. Lo peor de volver a ver el Wall Street del 87 en el año 2013 es esa desazón que provoca la maldad programada e inapelable. Todo esto se sabía. Así que ahora que el Constitucional me avala proclamo: ¡manda carallo con Gekko!