Provocada por las convulsiones que padece la política española, esta singular pregunta empieza a ser recurrente entre amigos, medios de comunicación e incluso en reflexiones particulares realizadas en silencio cuando la preocupación y el futuro dificultan el sueño. La respuesta a este interrogante no suele ser fácil. Más que una apreciación subjetiva, ser de izquierdas o de derechas es en principio una realidad objetiva ligada a la posición relativa que las personas tienen en la organización social y a los intereses concretos que de esa posición se derivan. Pero también es cierto que la capacidad y las oportunidades para entender el mundo son desiguales, lo que de hecho provoca confusión, desnorte y manipulaciones diversas. Pese a todo, la realidad es más tozuda que la información engañosa. Y por eso es creciente el número de personas que saben de memoria quiénes son los perdedores y los ganadores en las sociedades actuales.
El núcleo básico para entender el conflicto y las contradicciones de nuestro sistema económico se residencia en la producción y distribución del excedente, donde las empresas, los sindicatos y los Gobiernos juegan, en los países democráticos, un papel decisivo. En la empresa, el conflicto de intereses se concentra en la distribución de beneficios y salarios. En el sector público el problema se concreta entre los impuestos que gravan a empresarios y trabajadores, así como en la distribución del gasto público en servicios y prestaciones económicas. Esta situación marca de forma objetiva la posición de cada persona en la distribución del excedente. Y eso delimita a su vez, en términos teóricos, las diferencias entre partidos de derechas y de izquierdas, lo que no evita la incapacidad, desorientación y errores que en cada momento histórico puedan cometer las personas y los partidos.
A mediados del siglo pasado surge en Europa el Estado de bienestar, previo pacto político relevante, motivado por razones diversas. Este pacto incluye la negociación colectiva, la progresividad fiscal así como normas laborales y sociales de rango constitucional. Los trabajadores y segmentos marginales de la población comienzan a beneficiarse de servicios públicos básicos (sanidad, educación, vivienda) y de prestaciones económicas esenciales (pensiones, desempleo, pobreza) que refuerzan la dignidad humana, la solidaridad y la democracia. Pero esa construcción social irrita al poderoso. La globalización, la desregulación, el paraíso fiscal y la avaricia especulativa diseñan el escenario. La ineficiencia, el despilfarro, los sindicatos golfos y los funcionarios ineptos y holgazanes son parte de esa artillería contumaz y escasamente refinada que manejan con tanta soltura Joan Rosell o Arturo Fernández.