Una de mis pequeñas manías es hacer recuentos de los períodos de tiempo que marcan cambios de ciclos, tanto de los ritmos climáticos como de los socioeconómicos e incluso en mi propia evolución personal. Un entretenimiento mental que me lleva a un reparador sueño imaginario. Una de esas constantes numéricas corresponde a los cuarenta años. Según esta secuencia imaginaria, a España le correspondería ahora empezar a preparar una nueva transición hacia una etapa de plenitud democrática. Una nueva etapa en la que la democracia representativa sustituyera a la corrupta partitocracia actual, en la que un regionalismo federal completara el ciclo autonómico, en la que la separación de los tres poderes fuera un hecho, y donde la justicia volviera a ser distributiva, es decir, que a cada uno le correspondiera aquello a lo que sus actos y sus méritos o deméritos le hacen acreedor. Al mismo tiempo, las ciudades, como las universidades o los servicios sociales, estarían gestionados profesionalmente, de manera que fuera la eficiencia y no la política la que regulara su funcionamiento.
Lógicamente, para que esa nueva esperanza, mezcla de utopía y de necesidad, pudiera ser sostenible, en el sentido de duradera, sería necesario promover una transición en el sistema social de valores, abandonando el egoísmo hedonista y consumista actual por un mundo social más equitativo y solidario basado en una visión más trascendente, que fuera más allá del propio interés personal. ¿Y por dónde tendríamos que empezar? Pues bien, yo creo que por tres caminos paralelos: la transición de una educación procedimental por una educación en valores, la transición de la dictadura financiera actual a la economía familiar, y la sustitución de nuestra anacrónica Constitución por un carta magna en contenido pero breve en extensión.
Ni que decir tiene que esta descripción no es más que la escritura de un sueño provocado por la fatiga que la insostenible situación actual me está produciendo. Al despertar me dí cuenta de que no era más que una ensoñación, pero la escribí porque en realidad lo que me estaba diciendo, al analizar su significado, es algo mucho más simple: España necesita una purga de honestidad. Con los partidos y los políticos actuales, con los jueces y magistrados actuales, con los empresarios y financieros actuales, con todos los corruptos actuales es imposible que nuestro país logre mantenerse a flote. Los políticos, jueces y magistrados han perdido la credibilidad y con ellos las instituciones que representan. Hay que empezar de nuevo. Nueva estructura del Estado, nuevas elecciones, nuevos partidos y un sistema judicial renovado. Y como detalle, una nueva y rotunda ley de financiación de partidos, una nueva ley electoral y una nueva normativa regulatoria de la financiación de sindicatos y otras organizaciones comprometidas en el desastroso escenario de corrupción generalizada actual. En este sentido sí que pensar en una transición no parece tan utópico. Cuando menos sería un camino a la esperanza para un pueblo asfixiado por la burocracia y el abuso de los poderosos y por el derrumbamiento de un Estado del bienestar que ya nunca volverá.
Necesitamos una purga colectiva para no quedarnos en una transacción de intereses personales y de grupo y en una defensa de lo que no merece ser defendido. Los únicos indefensos ahora somos los ciudadanos.