Se cumplen diez años de la invasión que derrocó el régimen de Sadam Huseín y sumió a Irak en el reino de taifas violento y sectario que es, y 25 años de la masacre de Halabja, el ataque químico a un pequeño e indefenso pueblo, momento culminante del genocidio kurdo, durante la campaña de Anfal. Ambos acontecimientos fueron provocados por la actitud despótica de Sadam, a quien la comunidad internacional apoyó y condenó según le convino; ambos causaron decenas de miles de muertos, cientos de miles de heridos y muchísimos más desplazados; ambos tuvieron como trasfondo la lucha por el dominio territorial en la zona fronteriza entre Oriente Próximo y Oriente Medio y, sobre todo, el control de los recursos petrolíferos y ambos sucedieron con Gobierno republicano en EE.?UU., el primero con George Bush Jr., el segundo consentido por Reagan. Hasta ahí las similitudes.
A principios de mes, Tony Blair declaraba a la BBC que el Irak de hoy no es como esperaba tras la invasión, algo que muchos ya anunciamos hace diez años. Y el Parlamento británico reconocía el genocidio kurdo. Halabja será conmemorada con la triste dignidad que la muerte de miles de inocentes se merece y con los frutos que la pacífica reconstrucción del Kurdistán iraquí está obteniendo. Mientras Irak sucumbe a la inseguridad y se escora hacia la órbita iraní al imponerse la mayoría chií, los kurdos progresan porque han aprendido de forma brutal que la unión hace la fuerza y la paz se construye con trabajo, dedicación y empeño.