La imputación de la infanta Cristina ha dado lugar a conclusiones dañosas para la Corona como institución. No sé si la expresión más exacta es que se venía venir o que se deseaba que ocurriese. Durante meses el caso Nóos ha puesto en la picota de la opinión pública a su esposo. Los correos suministrados en sucesivas entregas por su socio y antiguo profesor han ido calentando el ambiente, sin que se haya dado una razón convincente para parar ese chorreo. El magistrado ha cambiado de parecer, que el fiscal no comparte. Nada que objetar sobre la independencia judicial, sometida a una presión mediática innegable. Todos son iguales ante la Justicia, o deben serlo; pero no todos son iguales ante la sociedad por su posición pública o representación. En el caso del rey y de su familia, existe un plus de obligaciones para sus conductas que se resume en ejemplaridad. Es la contrapartida de su singularidad. El reproche que se hizo a Urdangarin de comportamiento no ejemplar es la peor condena que pudo habérsele impuesto. La vida privada está limitada por la pública en términos mucho mayores que para quienes deben su posición de relevancia a una elección democrática. El tema da para reflexionar en otro momento sobre la Corona en esta fase de nuestra historia colectiva. En circunstancias anteriores el tradicional sentido de servicio a la Corona habría evitado que un miembro de la familia real tuviese que hacer el paseíllo al tribunal y su imputación.
Veremos cómo se desenvuelve el asunto. Pero junto con noticias sobre la famosa cacería y sobre la princesa Corinna, ha dado pie a una cierta campaña en favor de la abdicación del rey. De una manera directa, o indirectamente elogiando la madurez del príncipe de Asturias, con ocasión del período de rehabilitación de don Juan Carlos. En otros casos, comprensible y minoritariamente, se habla de un cambio de régimen. Esto es lo que califico de una conclusión improcedente por desproporcionada y dañosa para nuestro país. Los hechos en que pretenden fundarse no tienen consistencia para ese empeño, como no lo tendrían para una república presidencialista. Fue un logro, que las ya no tan nuevas generaciones quizá no valoren, el consenso sobre la monarquía, conseguido por auténtico sentido de Estado, mucho más que por sentimiento. No está el país para experimentos. La Corona, después de un largo y tortuoso interregno, se reinició con don Juan Carlos I de Borbón, único nombre que se cita en la Constitución. Queda todavía quehacer para consolidarla. A eso deberían dedicarse los esfuerzos. Habrá que sacar experiencia de lo que resulta negativo o inapropiado sin desnaturalizar lo esencial de la institución.
En otro orden de magnitudes, es desproporcionado que se pida la dimisión del presidente de la Xunta con el pretexto de la publicación a toda plana de unas fotos de hace casi veinte años. Ni siquiera son noticia. Podrán revelar imprudencia en su día, pero nada más. Solo causan daño personal.