Es bien conocida la expresión que en 1992 utilizó la reina Isabel II de Inglaterra para calificar toda una serie de acontecimientos que, afectando de un modo u otro a la Corona, habían llegado a colocar a la más antigua monarquía de Europa en la picota: annus horribilis.
La Casa Real española, entonces todavía en momentos de gran prestigio y apoyo popular, no podía con toda seguridad imaginar que iba a llegarle, andando el tiempo, también un año horrible, que en realidad va a durar bastantes más de doce meses. No hay más que ver la caída en picado de la aprobación social del rey Juan Carlos para darse cuenta de las consecuencias devastadoras que sobre la aceptación de nuestra monarquía han tenido los errores e imprudencias del propio jefe del Estado y, sobre todo, el terrible caso Urdangarin.
De hecho, las andanzas presuntamente delictivas del yerno del monarca, que podrían afectar también a una de sus hijas si es rechazado finalmente el recurso presentado por la Fiscalía contra su reciente imputación, han acabado por tener efectos tan demoledores que bien cabría hablar ya aquí de un yerno horrible (gener horribilis) en el sentido en que lo hacía la reina Isabel de aquel año en que una institución varias veces centenaria parecía zozobrar.
Y es que los trapicheos que han tenido a Iñaki Urdangarin por principal protagonista no son ajenos en absoluto -sino todo lo contrario- a la extensión de la idea de que la corrupción es uno de los principales problemas que hoy sufrimos. Para ser exactos, el segundo de ellos, tras el paro, si hemos de fiarnos de los datos del último barómetro del CIS. ¿Cómo podría ser de otra manera en un país que ha visto, atónito, cómo el marido de una hija del jefe del Estado y, probablemente, ella misma han urdido una espesa trama de sociedades destinada a delinquir, aprovechándose de los contactos al más alto nivel de los que ambos disfrutaban por su directo parentesco con el rey?
Pero el caso Iñaki Urdangarin no solo ha hecho a la monarquía española un daño que, de no administrarse el futuro con prudencia, podría llegar a ser, para la institución, irreparable, sino que ha contribuido decisivamente a abrir una veda en la que ya muchos desalmados consideran que es legítimo disparar a discreción contra todo lo que se mueve en el entorno de la jefatura el Estado. Solo así cabe entender la bajeza de ese primo de Leticia Ortiz que ha decidido sacarse unas perras relatando hechos -verdaderos o supuestos- de la vida privada de la princesa de Asturias, cuyo derecho a la intimidad merece el mismo respeto que el de cualquier otra ciudadana.
Yo no sé si lo que el tal primo afirma en su libelo sobre la vida privada de la esposa del príncipe Felipe de Borbón es cierto o es mentira, pero sí que no me interesa en absoluto, como no me interesa la vida privada de todas las personas (princesas o coristas) que ha de estar protegida por la ley en un Estado de derecho, que es aquel que persigue, sin hacer distingos, a los delincuentes y protege, sin hacer distingos, los derechos personales.