Hoy hablo de la Pantoja

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

17 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Sí, hoy les pido permiso para hablar de Isabel Pantoja. Espero, deseo, que esta voluntad no esté inducida por los cientos de horas que las televisiones le dedicaron ayer, que tal parecía que hubieran juzgado a Lyz Taylor o a la reina de Saba. Jesús, Jesús, qué despliegue, qué ostentación de medios, qué desfile de contertulios, qué cantidad de abogados para explicar una sentencia. Intentaré llevar mis reflexiones por otros derroteros. El inicial, por qué ella suscita esta atención mediática. ¿Solo porque es muy famosa? No. Es que España sigue a la Pantoja por la cantidad de pantojismo que hay en la piel de España. Y no penséis solamente en el sur: también en Galicia ha llenado locales y polideportivos. Ahí está la hemeroteca para demostrarlo.

En el fondo, Isabel Pantoja Martín ha sido y sigue siendo un reflejo sociológico de este país. Fue la chica virginal que se dejaba acompañar a los conciertos por su madre. Fue la España folclórica y cañí cuando se casó con el torero. Fue, ahí están las crónicas, la viuda de España cuando un toro mató a su marido. Esta sociedad se conmovió con aquellas imágenes de la tragedia de Pozoblanco, que la hizo vestir del luto más negro de la historia civil. Fue la madre de Paquirrín, que también subía al escenario y lo sacaba en brazos como un patrimonio nacional.

Fue, ay, la España que cayó en la tentación del dinero fácil, sin importarle de dónde procedía. Y es, ahora, la España que desfila por los juzgados a pagar las penas de aquellas alegrías. Por eso tanta España se ve reflejada en ella. Unas veces, para gritarle «¡guapa!», otras para llamarle ladrona.

Su problema ha sido el de casi todos los que han amasado fortunas en ese tiempo del expolio de fondos públicos y saqueo de ciudades: lo fácilmente ganado con más facilidad lo han gastado en casas, fincas, regalos fastuosos y otros signos de ostentación. Si la Pantoja no se hubiera gastado la pasta blanqueada de Julián en el apartamento del Guadalpín y en otras exhibiciones, no habría llamado la atención, no habría dejado pruebas y no tendría que pasar el calvario de ese proceso, que algo de razón tiene cuando afirma que lleva siete años de suplicio. Pero se confirma que el dinero y el querer no se pueden esconder y ahí la tenemos hoy: sin el querer de su Julián y haciendo piruetas para pagar la multa millonaria.

¡Dios, qué lejos quedan los días de miel y gloria! ¡Qué lejos los días del apartamento y la finca! En su lugar, ¿qué vemos? Una procesada y condenada. Y, para más agravio, una parte de la sociedad que piensa que el tribunal le hizo una sentencia a medida para no tener que meterla en prisión. Yo no creo en esa intencionalidad, pero ¿quién soy yo para cambiar la opinión popular?