Piezas de museo

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

17 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Hay un curioso termómetro que mide fama y la supuesta honorabilidad. Un frigorífico que congela personajes, pero no puede evitar que se deterioren en el exterior. Que tiende un puente entre Jaime de Marichalar e Isabel Pantoja. Ese lugar es el museo de cera. Ayer, la tonadillera siguió el camino del consorte real. Ella estaba varada detrás de un burladero, esperando a Paquirri. Lozana, dentro de lo que permite el material. Como si la hubiera dejado sentada en la orilla ese barco velero cargado de sueños. Pero ya no está. Su figura ha sido retirada. Es como si se hubiera derretido por los flashes que deslumbraron a la Pantoja de carne y hueso, que acabó convertida en una especie de dolorosa, dejando otra escena de copla digna de aquel «destructores» de la Jurado o del «si me queréis, irsen» de Lola Flores. Ese momento esperpéntico que la protagonista afronta con dramatismo y que los espectadores digieren después como una secuencia cómica, en la que se discute si el tanga que asoma en el coche es de color carne o blanco. Porque de lo del blanqueo, mejor no hablar, que las heridas duelen sin sal. ¿Qué camino ha recorrido la viuda de España, la gran plañidera de los escenarios, para llegar a acabar condenada y retorcida en el asiento trasero del coche? Pues una senda que resume parte de las esencias de esta España. Alguien dijo que la primera señal de que algo se torcía fueron las monedas de uno y dos céntimos. Fabricadas como si fueran de usar y tirar. Ni las querían las máquinas expendedoras. Las pobres. Era un síntoma de la burbuja, del exceso. Caían al suelo y se perdían mientras volaban los billetes. Alto, muy alto. Y, como diría una tonadillera de raza, lo difícil no es llegar, lo difícil es mantenerse.