Las vacaciones veraniegas son una conquista social de las clases trabajadoras, pero también el bálsamo de fierabrás de la clase dirigente, que confía, mientras se ponen morenos por los senderos y playas, en que a la buena gente se le calme la indignación más que justificada en un país de aurora boreal.
Además, mediáticamente, el pertinaz conflicto en Gibraltar puede ser para algunos la esperanza de que entre el culebrón de los fichajes para la temporada de fútbol que empieza ya y el sentimiento renovado al grito de «¡Gibraltar español!», se produzca el histórico e histérico cerrar filas contra la pérfida Albión, olvidando por un tiempo la pérdida de identificación con un sistema corrupto e injusto, donde los que mandan viven en sus garitos desde los que aprietan las tuercas al pueblo.
Lo que sucede es que ya nadie les cree. La mentira se ha convertido en algo patognomónico de representantes y gestores del poder popular. Solo verlos se producen síntomas y signos de hartura en los dueños de la democracia, es decir, la ciudadanía, que espera y desespera, con la llegada de un tornado que se lleve a toda una clase política desprestigiada por su conducta y su ineptitud ante los graves problemas del Estado español, por dentro y por fuera.
Supongo que algunos, desde sus residencias agosteñas, temen enfrentarse con nuevos titulares de prensa en los que salgan a relucir los embustes ante el juez, o nuevas revelaciones del hombre de confianza -contador y pagador- al que hubo un tiempo recibían alborozados cuando les hacía entrega del sobre o de la caja de puros; era algo así como aquel cartero de antaño que nos hacía sonreír de alegría por la llegada del esperado giro para nuestros gastos.
Y nadie parece tener deseos de marcharse por vergüenza torera. Y todos temen que alguno decida salvarse echándole la culpa al compañero de gestión de la empresa de ingresar y pagar caudales público-privados.
La pregunta de los españoles que aún resisten el hedor y no se han exiliado en sus casas en torno a una novela de Muñoz Molina: ¿Cuándo se producirá la explosión que se lleve a los malandrines y nos traiga gentes cultas y decentes?
Este caluroso agosto no es como tantos otros. Desde cualquier playa, por recóndita que sea, la mar y el viento traen voces de la Santa Compaña que susurran: «¡Que se vayan!». Tenemos derecho a volver a empezar...