Mientras Cataluña arde, políticamente, por la irresponsabilidad sectaria de los nacionalistas, Galicia arde, en sentido literal, por los incendios del verano, que han pasado a ser como una especie de rito estival tan natural como las sombrillas playeras, las canciones horteras de Georgie Dann o las caravanas de los fines de semana.
A fuerza de ver arder nuestros montes año tras año, los gallegos nos hemos acostumbrado a convivir con una auténtica catástrofe, de la que solo parecen preocuparse los gobernantes de turno para pelear a brazo partido contra el fuego, y la oposición de turno, para culpar de los incendios a la impericia de los correspondientes gobernantes. De hecho, y con la excepción de los medios de comunicación, que informan puntualmente del desastre, y de los vecinos afectados por el fuego, los incendios son ya para la inmensa mayoría poco más que el campo de la lucha veraniega entre la Xunta de Galicia y su desleal oposición.
Es verdad, claro, que si el asunto de los incendios forestales sale a relucir en una conversación de café todos nos mostramos indignados por ese gran atentado contra nuestro patrimonio natural; como lo es que unos piden más dureza penal contra los pirómanos y otros el cambio radical de una política forestal que estaría, supuestamente, en el origen de que ardan en Galicia miles de hectáreas todos los veranos.
Entretanto, convivimos con la vergüenza de que, cuando llevamos más de medio siglo sufriendo este desastre, nadie pueda afirmar a ciencia cierta por qué arden aquí los montes en dimensiones muy superiores a las que tienen los incendios forestales en otras regiones europeas de características similares a la nuestra. Algo solo posible porque la sociedad se ha acostumbrado ya a que lo único que cabe contra el fuego es mejorar el dispositivo de extinción (que en los últimos años, sin duda, ha mejorado) y esperar que las bajas temperaturas y la lluvia nos libren del fuego al precio de amargarnos el verano.
Yo no volveré a repetir por enésima vez que es urgente elaborar un libro blanco -negro, en realidad, como el monte arrasado por la lumbre- sobre las causas de los incendios forestales, ni que hay que celebrar un gran pacto entre partidos y autoridades locales, provinciales, autonómicas y centrales contra los incendios forestales. Me limitaré a pedir, modestamente, que se nos informe sobre lo que nos cuesta anualmente per cápita el dispositivo de lucha contra el fuego: brigadas y fuerzas terrestres, aviones, y helicópteros. Para a ver si así, de una vez, al comprobar cómo nos sacuden el bolsillo, nos sacudimos de paso esta modorra que permite que el país arda mientras cientos de miles de gallegos contemplan, como si no fuera con ellos, un espectáculo que indignaría a cualquier otra sociedad civilizada.