Si el rey de España tiene que ser operado por cuarta vez de su cadera; si ello disminuye su presencia pública, y si su estado de salud se convierte en incómodo aliado de un problema de popularidad que detectan las encuestas, es natural que surja la inquietud por la situación de la jefatura del Estado. También es natural que renazca el debate de la abdicación y sus fórmulas, así como el recuerdo de que el poder legislativo no redactó la ley orgánica prevista en la Constitución para ordenar las abdicaciones, renuncias y otras dudas en materia de sucesión.
Abierto el debate, la opinión de este cronista es la siguiente. La abdicación, como recordó el jefe de la Casa Real, el señor Spottorno, es una decisión personal de don Juan Carlos y don Juan Carlos no se la ha planteado. Ante esa postura es tan legítimo decirle al rey que se equivoca como confiar en su criterio. Este cronista confía. Entiende que el rey no es un político que se aferra a un cargo. Al revés: entiende que, si desea continuar, es porque tiene informaciones que los demás no poseemos. Por ejemplo, su capacidad física para seguir al frente del Estado. Puede tener la cadera destrozada, pero eso no afecta a su lucidez. Como alguien ha dicho, se reina con la cabeza, no con la cadera.
A esto añado: ¿Debe abrir la sucesión en un momento de graves amenazas a la unidad nacional? ¿Sería responsable sumar la catarsis que supone el relevo en la Corona a todas las crisis que tiene abiertas el país? ¿Debe dejarle a su hijo la herencia del caso Urdangarin sin resolver judicialmente, o sería más prudente que el deterioro presumible de la sentencia sea asumido por don Juan Carlos? Podría hacer otras muchas preguntas, pero rozarían lo imprudente. Pero creo que estas son suficientes para renunciar a mis propias opiniones y repetir que el rey tiene más datos que nadie para decidir. Y no todos son comunicables a la opinión.
Cuestión distinta es ordenar legalmente procedimientos y competencias. La rueda de prensa en el palacio de la Zarzuela ha demostrado la confusión que existe sobre la jefatura del Estado y sus ausencias y, sobre todo, sobre el papel del príncipe de Asturias.
Sabemos cómo se cubre la ausencia de un alcalde de pueblo, pero no cómo se cubre la ausencia del rey. Y en cuanto al príncipe, nadie se ha preocupado de definir su estatus y funciones. Hoy es un ciudadano más, con la diferencia de que vive del presupuesto de la Casa Real. Su relevancia pública depende más de sus expectativas de futuro que de su actividad legalmente reconocida. Y cualquier diputado de cualquier Parlamento autonómico está más aforado que él. Esto sí hay que resolverlo. Ayudaría a la claridad y a la transparencia de la institución.