La quiebra moral de Lampedusa

OPINIÓN

05 oct 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Lo que más nos indigna es la corrupción cercana, concreta y personalizada que, dada su proliferación y visibilidad, adquiere caracteres de plaga. Fabra, Roca y Conde Roa llenan hoy una sección de tribunales que, si fuese descrita a través de los procesos e imputaciones, y no de los juicios y sentencias, sería casi interminable, tocaría a todos los partidos y clases sociales, y daría claras explicaciones de la desafección galopante que sufre la política. Pero nuestra verdadera preocupación no debería estar en esa proliferación de hechos que nos causa repugnancia, sino en los contextos jurídicos, políticos y morales que convierten la corrupción en un asunto general y endémico.

Por eso he escogido hoy a Italia, con el acuerdo del Senado contra Berlusconi y con la dolorosa tragedia de Lampedusa -cientos de hambrientos que buscaban dignidad y perecieron ahogados-, para plantear la cuestión a mayor altura de la que solemos volar por aquí.

Berlusconi no es un bípedo implume y de origen extraterrestre, sino un italiano sinvergüenza y cantarín que utilizó su inmensa riqueza para manosear la democracia, soslayar las normas éticas más elementales y usar la crisis italiana en su propio beneficio. Y para que tal elemento llegase a presidir varias veces el Gobierno de Italia, a formar parte del núcleo ejecutivo de la UE y a imponer su machismo y sus bravuconadas en todo el sistema mediático, tuvo que contar con la abierta colaboración del pueblo italiano, que, una vez convencido de su inmenso error, optó por encomendarle este tramo de la historia de Italia al payaso Grillo y vivir al borde del abismo. Y la pregunta es esta: ¿dónde nacen el materialismo, la banalidad política y la inmoralidad? ¿Qué sentido tiene dividir a Italia en dos partes, para poner al pueblo en la casilla de la indignación y al poder en la casilla de las plagas llovidas del cielo?

Lo de Lampedusa también es viejo, porque aún están cercanos los tiempos en los que los ministros del propio Berlusconi criminalizaban abiertamente a los hambrientos, consideraban que los naufragios eran parte de la solución y no del problema, y trataban de reducir el papel del Estado y de la UE a las tareas de salvamento, como si la inmigración no formase parte de la economía europea y como si ese limbo de ilegalidad en el que se encapsula la inmigración africana la hiciese más rentable y controlable. ¿Y qué hace la UE para evitar este bochorno? ¿Cómo vemos y tratamos los ciudadanos este problema y en qué dirección presionamos a nuestros Gobiernos para buscar soluciones?

Por eso conviene advertir que cuando la lucha contra la corrupción es casuística, es completamente inútil. Y esta manía a la que estamos entregados, que persigue las ratas a escobazos en vez limpiar la casa común, es un problema añadido a los muchos que ya tenemos.