Alice Munro a lomos de «Trueno»

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

11 oct 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Hace ya más de treinta años, cuando los pequeños habitantes de la casa éramos el mando a distancia humano que los padres usaban para alternar los dos únicos canales de aquella televisión, los domingos por la tarde nos iniciábamos en el vicio incurable del wéstern con una dieta a base de los grandes clásicos del Oeste. Uno de aquellos filmes legendarios era Horizontes de grandeza (The Big Country), donde un marino interpretado por Gregory Peck cambiaba el refinado Este por las hoscas tierras de Arizona para casarse con Carroll Baker. Allí se producía lo que los cursis llaman ahora un choque de civilizaciones entre el elegante Peck y el bravucón capataz del rancho, un Charlton Heston chulesco y fanfarrón. En una de las memorables secuencias de este largometraje de William Wyler, Heston reta en público a Peck a montar a Trueno, un caballo asilvestrado que ninguno de los machotes de la tribu local había logrado doblegar. Peck escruta el panorama y, ante la concurrida parroquia que está a la espera de que se parta la crisma contra el polvo, renuncia a dar el espectáculo.

Horas después, cuando ya no hay nadie a la vista, Peck llama a Ramón, uno de los mozos mexicanos de la finca, y le dice que quiere montar a Trueno. Ramón, estupefacto, le pregunta por qué quiere montarlo ahora si antes se había negado y Peck, escueto, le replica que pase lo que pase no se lo puede contar a nadie. «¿Ni siquiera a la señorita?». «Ni siquiera a la señorita», ataja el marino. Y así, en la noche americana de los grandes filmes del Oeste, Peck, a solas consigo mismo, acaba por montar al revoltoso caballo. Recuerdo que yo, perplejo como Ramón, le pregunté a mi padre por qué Gregory Peck no había montado el caballo delante de todo el mundo (y sobre todo de su novia) para demostrar lo valiente que era. Mi padre, también escueto, me soltó muy misterioso:

-Algún día lo entenderás.

Pasado el tiempo acabé por comprender que hay dos tipos de personas: las que a cierta altura de la adolescencia entienden al fin la soledad de Gregory Peck y las que, ya adultas, todavía no asumen que buena parte de las cosas más importantes de la existencia son las que se hacen cuando ya no hay nadie a la vista y el combate solo es contra uno mismo.

Al conocer que Alice Munro había logrado el codiciado Nobel de Literatura me acordé de pronto de aquella película única en su profunda hermosura. Quizás porque el wéstern alude, como los relatos despojados de cualquier adorno de la canadiense, a la pelea del ser humano contra sus propios espectros. O tal vez porque Munro, heredera en ciertos matices de la prosa breve de Carson McCullers y Flannery O'Connor, ha plantado siempre su certero telescopio sobre las vidas corrientes (aparentemente irrelevantes) de unos personajes sencillos, casi triviales, que, como en las grandes epopeyas del Oeste, emergen como héroes o antihéroes cuando un mínimo soplo hace tambalearse las que creíamos sólidas bases de su existencia.

Aunque probablemente me viniese a la mente el paisaje desolado de Horizontes de grandeza porque esta canadiense inteligente y genuina ha escrito Las lunas de Júpiter, Escapada, La vida desde Castle Rock o Demasiada felicidad encaramándose, como Gregory Peck, a los lomos de una bestia indomable que te tumba una y otra vez. Porque la literatura consiste básicamente en eso: en quedarse a solas con Trueno cuando ya no hay nadie a la vista y solo Ramón, estupefacto, espía desde el establo.