No son pocas las personas que se pasan años y años esperando que se produzca un gesto, una mirada, un hallazgo o un perdón. Son por lo general acontecimientos de escasa importancia material, pero que cuando se alumbran implican un cambio en sus vidas. Lo son un gesto de comprensión, de reconsideración; una mirada de asentimiento, de solidaridad; o lo es también el hallazgo de algo muy suyo: de un cadáver o de unos huesos. Cualquiera de estos aconteceres no suele tener un significado material, pero sí una enorme importancia para el que los espera. Suele ser un día de descanso precedido de un largo desasosiego.
Desasosiego que en su día tuvo la sociedad española cuando atónita contemplaba cómo salían de prisión terroristas que habían sido condenados a centenares de años a causa de la aplicación de normas recogidas en el Código Penal vigente al momento de los hechos. Para evitarlo, el Tribunal Supremo español desarrolló una interpretación de inaplicabilidad de los beneficios penitenciarios que eran los causantes de las rebajas de las penas (doctrina Parot), que ahora ha sido declarada nula por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que afirma que el Estado de derecho no puede saltarse por más que los resultados sean odiosos.
Pero la indignación producida, comprensible en las víctimas, no lo es en los responsables políticos que han tenido una buena oportunidad de explicar a qué obedece la sentencia. Desgraciadamente a algunos de ellos les ha sido más fácil difamar al tribunal, subirse al populismo y enfangarse en la demagogia, por más que esa postura aumente el desasosiego.
Al hilo de Parot, hace poco más de 20 años formé parte como magistrado de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, encargada de juzgar a terroristas, y en concreto en enero de 1991 a Henri Parot, que venía acusado de ser el que colocó una bolsa de deportes, que contenía una bomba, en el techo de un coche oficial en el que viajaban varios militares, entre otros el teniente general Valenzuela. Segundos después la bomba estalló, falleciendo dos militares y quedando el teniente general malherido. Llegado el día del juicio, Parot ocupaba el retículo acristalado en el que se introduce a los terroristas y de inmediato comenzó la retahíla de insultos habituales, lo que hizo que, dada la insistencia, se le bajase a los calabozos y comenzase el juicio sin él . El juicio continuó y, cuando declaró el teniente general, su abogado solicitó, y el tribunal accedió, que se trajese a la sala a Parot para que fuese reconocido en su caso. El teniente general iba en silla de ruedas y con lentitud la giró y tuvo a su vista al que intentó matarlo. El general fijó su mirada en él y se produjo un silencio frío y penetrante. El general lo veía y veía. Pasaron segundos que parecieron horas, y el terrorista, valiente cuando explosionaba bombas a distancia, no fue capaz de aguantar la mirada y comenzó a patalear, se dio la vuelta y agitó un banco contra el cristal pretendiendo romperlo. Pero al general ya no le importaba, ya lo había vencido, y aquel acontecimiento es lo que había venido esperando desde hace años. Lo había conseguido, lo había vencido.