En la catedral de San Patricio de Nueva York hay un cepillo con esta leyenda: «Este templo se levantó y se mantiene con las aportaciones de los creyentes, y no recibe fondos de otra procedencia». Lo leí el día que Obama ganó su primera elección, y, sin pensarlo dos veces, saqué 5 euros nuevecitos (6,8 dólares) e hice mi aportación. Después escribí en el libro de encomiendas mis intenciones -«polas benditas ánimas do purgatorio»-, recé un credo, y me fui a tomar café a la Quinta Avenida, convencido de que mi gesto ecuménico tenía un sentido profundo y regenerador.
No haré lo mismo, la próxima semana, cuando vaya a Muxía, porque las palabras del presidente -«o santuario será rehabilitado de maneira inmediata e custe o que custe»- ya me relevaron de mi obligación, y porque el obispo de mi diócesis tampoco utilizó su visita a la ruina para decirnos: «Somos iglesia, y reconstruir la casa de Dios es tarea nuestra». ¡Qué ocasión perdida!
En un Estado verdaderamente laico el presidente de la Xunta no diría lo que dijo, porque su responsabilidad con el patrimonio no le obliga a sustituir en esta catástrofe la acción de los fieles, ni le permite actuar como si el santuario quemado fuese un hospital del Sergas o un puente sobre el río Lérez. Podía haber ofrecido su ayuda, eso sí, pero dejando el primer paso en manos de la Iglesia. En una Iglesia viva y solidaria tampoco el arzobispo habría perdido la oportunidad de hacer iglesia -nunca mejor dicho-, y, asumiendo el riesgo de un posible fracaso, hacerse cargo, en nombre de todos los fieles, de la reconstrucción. Y tampoco los ciudadanos, cuyos representantes fueron allí con el discurso de la ruptura recién pronunciado -«hay que derogar los acuerdos con la Santa Sede»-, deberíamos permitir que se confunda una bolsa con otra, ni que nadie pueda decir que no hubo dinero para evitar hambrunas y desahuciados pero sí para reconstruir un retablo barroco.
Estoy convencido de que Elena Valenciano no sabe lo que es un Estado laico. También creo que la atención a la vida religiosa -que en España es de mayoría católica- es un servicio público que el Estado debe socorrer y proteger. Y no tengo ninguna duda de que, siendo el patrimonio de la Iglesia la parte más importante, más significativa y más querida de nuestra cultura, tenemos la obligación de pasárselo entero a las generaciones venideras. Y es precisamente por eso, porque no tengo complejos, ni me muevo en un discurso maniqueo, por lo que exijo que no hagamos la política y la religión como la caldereta de pescado -mezclando rape con merluza y patatas con guisantes-. Porque una cuota de dos euros por cristiano, distribuida entre todos de forma caritativa, pondría en pie el santuario de Muxía, además de darnos un aliciente necesario para soportar este tiempo tan cutre y tan confuso.