Faltan apenas cuarenta y ocho horas para que las librerías, los canales temáticos de TV y los suplementos de la prensa escrita empiecen a llenarse de documentos sobre la Gran Guerra. El espectáculo irá in crescendo hasta dentro de ocho meses, cuando entre el 28 de julio y el 2 de agosto se acumulen las espectaculares conmemoraciones de aquel apocalipsis que, precisamente por su desmesura, parece no habernos enseñado nada.
La Primera Guerra Mundial, de la que cada vez tenemos mejores libros, reportajes y documentos, parece hoy -y debió ser hace un siglo- un conflicto increíble, cuya experiencia y efectos pedagógicos solo sirvieron para que el Ejército alemán preparase a conciencia el segundo apocalipsis, que iba a estallar 21 años después de terminado el primero.
Y esa debe ser la razón por la que una película como Senderos de Gloria, en la que se une la genialidad de Stanley Kubrick con la pasión de Kirk Douglas, nos mete más temor en el cuerpo, y nos ofrece más motivos de reflexión, que la visión de cien documentales sobre el famoso frente de Toul, Metz y Verdún, el bombardeo con gases iniciado en Ypres, o los interminables cementerios del frente del Marne. La Segunda Guerra (1939-1945) consiguió despertar el pánico en toda la humanidad.
Un terrible temor a que Europa fuese barrida por sí misma; a que el holocausto nuclear inhumase también a los vencedores; a que los cambios en la economía de guerra extendiesen la ruina a los que no habían sufrido la devastación de los frentes ni la humillación de las derrotas; y a que los dos grandes bloques de la Segunda Guerra fuesen a la tercera desdoblados en cuatro ejes incapaces de pactar un armisticio antes del agotamiento total.
Pero no dejó detrás de sí ninguna conclusión definitiva sobre el hecho mismo de la guerra, que, convertida ahora en un mecanismo difuso de violencia y genocidio, se extiende por medio mundo con una cadencia horrorosa e interminable, mientras la otra mitad lo reduce todo a una página diaria del periódico y a la revisión anual del Premio Pulitzer de fotografía.
Por eso es muy deseable que, cumplido un siglo de aquella acumulación de errores políticos, estratégicos y económicos, con perspectiva suficiente para ver la estúpida forma en que los intelectuales y los medios de comunicación contribuyeron a calentar el horno de los horrores, derivemos parte de la atención mediática, de los mil cursos que vamos a hacer y de los muchos miles de libros y reportajes que vamos a publicar, hacia el análisis y la revisión moral de aquella época.
Ahí está, paradójicamente, el campo de estudio menos explotado, y el único que puede darnos útiles lecciones de valor intemporal. Y mucho me temo que, si no llegamos a la raíz de las cosas, haremos de la Gran Guerra otro espectáculo más. Inútil, horroroso y perfectamente repetible.