Hay mares como de juguete, largas meadas de los dioses que culebrean entre turistas fondones y suegras airadas. Son charcas con vistas en las que lo único que uno puede hacer es chapotear o flotar, porque en estas aguas menores hace pie hasta el primo canijo del cachas de Zumosol. La geografía distingue, a vuelapluma, entre pises mansos, pozas y mares. Y luego, coñas las justas, está el océano. Es lo que en Fisterra, donde a los viejos marineros les crecen percebes y naufragios entre las barbas, llaman Mar de Fóra. Es una marabunta de olas que, a la mínima, te sopla en el pescuezo su mar arbolada o montañosa. El Atlántico no vino a este mundo para salir desmelenado en las fotos de los incautos paparazis de los temporales, esos frikis a los que tumba de medio espumarajo en punta Herminia. Al Mar de Fóra, como saben en Fisterra, hasta Neptuno le trata de usted.