Cuentan que François Mitterrand confesó, ya en su ocaso, que lamentaba no haber conocido antes a Juliette Binoche. Francia, como cualquier lugar, tiene sus cosas. No todo son ecos de la revolución, la nouvelle vague y el Mayo del 68. Su derecha que puede ser muy de derechas y alcanzar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales (Le Pen). Su izquierda alberga la gauche caviar. Y se mira constantemente el ombligo de París. En Italia, más excesiva y evidente que Francia, parte de la población llegó a reírle las gracias a Berlusconi. ¿Quién no hubiera reclutado una cohorte de velinas en su lugar? En Francia se mantienen las formas con complicados equilibrios. Los candidatos, mejor con la pareja que el público espera. François Hollande y Ségolène Royal se separaron después de que ella perdiera la batalla electoral contra Sarkozy. Y este último, tras ganar, se divorció para casarse con Carla Bruni. Los presidentes franceses han cultivado líos y amantes como si existiera una tradición, una regla no escrita. Se exige, eso sí, cierta discreción, un savoir-faire. Mitterrand llegó a instalar a una amante y a la hija de ambos en un palacio cercano al Elíseo. Tuvo familia oficial e hijos oficiosos. Pero lo que con Mitterrand era Las amistades peligrosas, en el caso de Hollande (con sus escapadas de moto y casco) parece una comedia de Moliere. Ahora se plantea el debate de hasta dónde puede trinchar la opinión pública al presidente de turno sin alcanzar productos de casquería. «Lo privado, en privado», insistió ayer Hollande. Y, en estas veredas en las que enredan el puritanismo, la hipocresía y la política, queda la duda de cómo juzgar el engaño en sí. Sin el aliño barato de la erótica del poder. Porque es el poder del poder.