Esto no había ocurrido nunca después de las primeras elecciones democráticas: empiezan a salir partidos y plataformas nuevas que quieren irrumpir en el juego político o ampliar su campo de actuación. En la izquierda hay iniciativas que tratan de convocar o aglutinar a los movimientos sociales que, desde el 15-M a Gamonal, demuestran alguna capacidad de movilización. El rumor y algo más que el rumor sitúa entre sus promotores a personalidades tan conocidas como Baltasar Garzón y a notables agitadores del mundo cultural. En la derecha estamos viendo el proyecto de expansión de Ciudadanos, el partido de Albert Rivera, a todo el territorio nacional, y acaba de ser noticia la creación de Vox, que está llamado a ser conocido como el partido de Ortega Lara.
Ninguno de estos intentos tiene aspecto de cambiar el mapa político nacional, pero incordian. Incordian y se constituyen en seria amenaza para quienes estaban acostumbrados a la tranquilidad de no tener competencia. No hay más que ver la reacción de Esperanza Aguirre, posiblemente la mujer con más olfato en la política española, que ayer saltó a la arena a reclamar al Partido Popular que no deje perder a un militante como Ortega Lara. Es fácil suponer que si Ortega se hubiera dado de baja sin más, la señora Aguirre no se habría conmovido. Pero es que este símbolo del sufrimiento terrorista no es solo una baja. Pasa a ser competencia pequeña, pero directa. Y algo peor: siembra la duda en el electorado de que el Partido Popular no responde a inquietudes de personas como él. Esto es lo más grave.
Por lo tanto, atención a lo que se está cociendo en los sótanos de los viejos partidos. Si cuajan o se les adivina tirón electoral, al PSOE lo harán girar a la izquierda. Al Partido Popular, en cambio, lo llevarán más a la derecha. «Si cabe», dirían los más críticos con su nueva orientación en cuestiones de orden y costumbres. Y en todo caso, esa aparición de nuevas siglas y nombres es perfectamente coherente con el desencanto que produce la actual clase política. La necesidad de otros partidos se palpa en las conversaciones de la calle. En unos casos, para castigo de los actuales. En otros, en la demanda de soluciones que los partidos tradicionales no han sabido aportar ante la crisis.
Esta puede ser la última consecuencia del naufragio económico y el malestar social: una parte de la sociedad quiere otros gestores. Ojalá apareciesen y metiesen algo de aire fresco en las instituciones. Pero encierran dos peligros en el corto plazo: que muchos votos se pierdan en minorías intrascendentes y que se fragmente la representación parlamentaria. A la vista de las encuestas, es lo que faltaba para hacer ingobernable el país.