Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. La Iglesia católica podría haber esgrimido la conocida cita bíblica esta semana, cuando se conoció el durísimo informe del Comité de las Naciones Unidas para los Derechos del Niño, que acusa al Vaticano de no haber tomado las medidas necesarias para abordar los casos de abusos y proteger a los niños, y de adoptar «políticas y prácticas que han llevado a que los abusos continuaran». Es una conclusión sorprendente, tanto por lo directo de las atribuciones como porque llega justo cuando más esfuerzo está haciendo la Iglesia para romper con el pasado. Es cierto que los dos últimos papas han afrontado el escándalo de la pederastia en la Iglesia porque no les quedaba más remedio, porque la presión social y mediática al conocerse las tropelías cometidas durante décadas en instituciones católicas de Irlanda, Estados Unidos, Alemania y otros países, o en congregaciones como los Legionarios de Cristo, les ha estallado en las manos. Pero, primero Benedicto XVI (que durante su etapa como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe desoyó denuncias de abusos en diócesis norteamericanas), y ahora el papa Francisco han iniciado una cruzada contra esta lacra. Se han reconocido los crímenes, se ha expulsado a centenares de sacerdotes, se ha puesto a los autores a disposición de los tribunales eclesiásticos o civiles y se han publicado documentos que ordenan tolerancia cero respecto a las violaciones en el ámbito religioso. Sin duda, la magnitud del problema es tal que llevará tiempo limpiar la imagen manchada, pero Roma no se construyó en un día.
Lo curioso es que sea una institución como la ONU la que dé lecciones de moralidad, porque precisamente en su seno se han producido algunos de los abusos más atroces, protagonizados por cascos azules destinados a países en conflicto. Según los propios informes de las Naciones Unidas, casi la mitad de las denuncias contra soldados están vinculadas con relaciones sexuales con menores de edad y un 15 %, con violaciones y agresiones sexuales. La ONU ha actuado cuando los casos en la República Democrática del Congo, Sudán, Liberia, Costa de Marfil o Haití han adquirido visibilidad pública; lo ha hecho también tarde -no fue hasta el 2005 cuando el entonces secretario general, Kofi Annan, informó de las denuncias de abuso y explotación sexual cometidas por miembros de la organización- y mal. «Ha habido procedimientos judiciales. Quizá no tantos como quisiéramos y los trámites han sido demasiado lentos, pero ha habido casos de encarcelamiento, degradación de rango y multas», declaraba Annan. Oenegés que colaboran en la misiones de paz como Save the Children confirman que las fuerzas armadas de la ONU continúan cometiendo crímenes, delitos de pedofilia y tráfico humano contra quienes están llamadas a proteger. Pero nadie puede dudar de que el espíritu de los que ocupan los despachos de Nueva York o Ginebra, como el de los que viven entre los muros vaticanos, es acabar con esta situación.