Últimamente es frecuente achacar a nuestras universidades falta de competitividad porque salimos muy mal parados en los ránkings mundiales. Muchas afirmaciones son ciertas: el exceso de endogamia, la excesiva burocratización, su politización, el fiasco del plan Bolonia, una clientelista selección del profesorado, también en el antes prestigioso cuerpo de catedráticos, y una pedagogía reduccionista intelectual y creativamente. Todo ello ha provocado una pérdida de calidad donde más necesaria era la excelencia. Resultado: el aburguesamiento y la falta de espíritu crítico del profesorado. Un mal que ha privado a la universidad de ese papel de revulsivo social que siempre caracterizó su andadura: el ser la adelantada de los caminos; hoy ha internalizado los males sociales de la cultura del éxito y se ha convertido en una máquina de reglamentos y baremos que tiene a los profesores absorbidos para publicar en ciertas revistas; cierto que en torno a esas revistas se han formado verdaderas mafias académicas que algunos espabilados saben utilizar para estar en el top ten de la ciencia internacional, aunque en muchos casos no sea más que el resultado de un buen juego de naipes en un márketing preestablecido.
Más cosas podríamos decir. Pero hay una que no debemos olvidar: a pesar de todo lo dicho, los titulados españoles son muy bien valorados por empresas, organizaciones e instituciones de todo el mundo, donde cada vez más ocupan esos puestos que la lamentable coyuntura nacional les ha impedido alcanzar en una España que va a la bancarrota por una incomprensible irresponsabilidad política y una corrupción generalizada. Hay, además, otra razón que fue la que me motivó a escribir este artículo: cinco universidades españolas están entre las 50 mejores universidades jóvenes del mundo, ocupando nuestro país la segunda posición mundial. ¿Cómo se conjuga este dato con lo que siempre nos dejan fuera de estos ránkings? Muy sencillo. Los criterios de baremación se elaboran pensando en enseñanzas técnicas y en facultades de ciencias aplicadas. Pues bien, como las universidades jóvenes, las autónomas y las politécnicas, se adaptan mejor a esos criterios que las grandes universidades históricas, ahora el resultado es excelente. Moraleja: ni somos tan malos ni somos tan buenos. Es una cuestión de criterios. No lo olvidemos para no emitir valoraciones indebidas.