¡Todos a la cárcel!, decía la película de Berlanga. Ahora, en la política española, hay que asumir una nueva consigna: ¡Todo al Tribunal Constitucional! Y al decir todo, digo todo. Quien sea juzgado por el Supremo y esté disconforme con la sentencia, tiene abierta la vía del TC. Quien sienta pisoteado uno de sus derechos, el TC le ofrece la vía del amparo. Se presentan tantos recursos, que ese tribunal tuvo que rechazar el año pasado más de siete mil. Y ahora es la desembocadura de la oposición política. Si un partido, básicamente el socialista, no coló ni una enmienda a una ley, quiere que el TC la anule. Si un Gobierno autónomo, básicamente el catalán, entiende que una norma del Estado invade sus competencias, al tribunal que se va.
Lo último es que el PSOE va a recurrir el final de la justicia universal, que el PP aprobó en solitario. Y el Gobierno del señor Mas recurre de golpe cuatro leyes (educación, mercado único, Administración local y evaluación ambiental) porque entiende que el Gobierno Rajoy está haciendo una reforma encubierta de la Constitución. Opinión personal: todos están en su derecho de usar y abusar del TC. Si se ha creado, no ha sido para ser un órgano contemplativo, ni ser, como tantas veces se ha dicho, una especie de máximo tribunal superior de justicia ni una tercera cámara que refrende, corrija o anule las leyes emanadas del poder legislativo.
Y hay indicios de que acabará siendo ambas cosas. En parte ya lo está siendo y con un agravante: dado que sus deliberaciones son lentas y sus sentencias tardías, se produce la paradoja de que la institución que vela por las garantías constitucionales sea creadora de inseguridad jurídica en el tiempo que media entre la presentación de recursos y la redacción de las sentencias. Puede cesar, como ha cesado, un Gobierno, llegar otro y el nuevo redactar nuevas leyes (como el aborto) sin que el TC se haya pronunciado sobre un recurso presentado por quien ahora está en el poder.
Esto es serio, pero un poco cómico. Desde luego, no dice mucho a favor del crédito de las fuerzas políticas. No lo dice a favor del Gobierno, que demuestra incapacidad para aceptar los indicios de inconstitucionalidad hasta que el tribunal lo decide. Y no lo dice a favor de la oposición, que demuestra poca disposición a aceptar las decisiones de la mayoría parlamentaria. Si continúa esta avalancha de recursos, a lo mejor no hacen falta ni Congreso ni Senado. El juego político se podría reducir a esto: el Gobierno propone, la mayoría absoluta aprueba y el Constitucional dice de oficio si lo aprobado encaja dentro de la ley. Sería mucho más aburrido, pero con idéntico resultado y? ¡la cantidad de dinero que podríamos ahorrar!