Escribo esta crónica después de asistir al entierro de Adolfo Suárez en la catedral de Ávila. La ciudad tenía ayer un aire de tristeza y en los balcones lucían banderas con crespones. Llegaron Rajoy, Aznar, media docena de ministros de UCD, viejos diputados, Óscar López del PSOE, y ahí se acababa la representación política. El resto era pueblo llano. Ahí terminaba la biografía de Adolfo Suárez, en una sepultura con su nombre, el de su esposa y una breve leyenda: «La concordia fue posible». Tuve ganas de añadir una pintada rebelde: «Que nadie la estropee». Y pensé que terminaba también la riada de melancolía que inundó este país, en recuerdo de cuando teníamos ilusiones de libertad.
Terminado el funeral, Mariano Rajoy me saluda afectuoso y se pone también melancólico, recordándome «Fernando, qué momentos habéis vivido juntos». Sí, fueron momentos fascinantes, situaciones de vértigo, pero solo queda la memoria. A mi lado en el templo, el matrimonio Alcón, los grandes amigos de Adolfo y Amparo, me cuentan cómo vivieron dentro de la Moncloa el golpe de Estado, con los niños escondidos bajo un banco y Adolfito que buscaba una pistola. Al otro lado, un empresario con negocios en Andalucía y Extremadura me hace recuento de las penalidades de los pueblos extremeños. Me habla de hambre y me suena como invitación a retorno a la realidad de los vivos.
En mi retina tengo la imagen de la despedida popular de Madrid. Las previsiones de afectos, desbordadas. Voces que gritan «¡Viva el ejemplo!», y nunca había escuchado al pueblo dando ese grito, se nota que está necesitado de ejemplaridad. Tan necesitado de ejemplaridad como de liderazgo. Por eso, un hombre que supo ejercerlo, o ahora nos parece que supo ejercerlo, está siendo elevado a la categoría de mito. Hasta ahora lo he definido como el último héroe nacional. Quizá sea el último mito, y los mitos atraen multitudes y atrapan sentimientos.
Me doy cuenta de que no hay fotos del Suárez enfermo. Sus hijos han cuidado su imagen hasta tal punto que solo nos queda el retrato del Suárez sonriente y seductor; como mucho, el Suárez de espaldas protegido por el rey. Pero la estampa que impresionó ha sido la del féretro entrado y sacado del Congreso por hombros militares, y con los Ejércitos rindiéndole honores por las calles de Madrid. Hace 33 años, unos guardias movidos por mandos del Ejército y un indecente ruido de sables lo arrancaron de su escaño y lo quisieron sacar del Gobierno, del Congreso y de la historia con un golpista que empuñaba una pistola. 33 años después, soldados del mismo Ejército lo devolvieron al Congreso, lo subieron a un armón de artillería y dispararon las salvas de honor. Es la otra reconciliación.