Están pasando cosas en Europa que nos deben hacer pensar sobre el incierto futuro de España. Los dos mayores países del Sur, Italia y Francia, están preparando una alianza estratégica para hacer frente a la amenaza de la Europa del Norte, y principalmente de la Alemania merkeliana, para evitar que se consolide el modelo de las dos o tres Europas. Las acciones comunes son, entre otras, las siguientes: el rechazo al modelo de la austeridad, y la sustitución por un modelo de equilibrio que combine el control del déficit público con inversiones susceptibles de generar crecimiento de la actividad económica y del empleo; el rechazo al desmantelamiento del Estado de bienestar y a la privatización de los servicios públicos, y para contrarrestar lo anterior, un fuerte adelgazamiento del sector público con tres medidas clave: la fusión de municipios, la supresión de las provincias, la eliminación de los gobiernos provinciales y la conversión de algunos en gobiernos metropolitanos, y la racionalización de las regiones. Justamente lo contrario de lo que en España, y en Galicia como abanderada, caracteriza la política.
Verdaderamente nuestros políticos deberían estar un poco preocupados al ver cómo la receta española es evitada por los grandes países vecinos, porque, aun a pesar de cumplir los datos macroeconómicos, va por el camino contrario al modelo social de clases medias, y que nos lleva hacia un país de mano de obra barata, de rentas bajas, de bajo consumo y a una situación general de empobrecimiento. Seguramente este esquema será muy atractivo para los europeos del norte, que ven aquí un retiro dorado y un destino de vacaciones excelente. Para ellos será muy beneficioso. También lo será para los inversores y las empresas extranjeras atraídos por la subasta de nuestros activos económicos, que pueden encontrar aquí un recambio de economía a bajo coste. Pero no será así para los españoles que, a pesar de anteriores conductas consumistas excesivas, no nos merecemos pasar a ser ciudadanos de segunda o tercera categoría. Ya es bastante lamentable nuestra posición entre los países más corruptos del mundo, el excesivo número de parados, el aumento de la desigualdad social, una presión fiscal casi confiscatoria, la amenaza de una deuda pública galopante, una posible deflación de difícil consecuencias para la recuperación final, o una creciente conflictividad social y política de inciertos horizontes, como para que ahora que los dos grandes países de la Europa del sur, que debían de ser nuestros aliados estratégicos, no cuenten con nosotros. Y no lo hacen porque allí la democracia no ha sido suplantada por una partitocracia clientelar. Un triste panorama que ahora que hay elecciones a esa Europa ineficiente y vendida a los intereses de grupo y del nuevo imperialismo alemán, debería ser la ocasión para hacer una profunda autocrítica y emprender un cambio de rumbo sobre lo que debemos y podemos hacer y sobre quiénes deben ser nuestros defensores y aliados.