Del rey abajo ninguno

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

03 jun 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

El dos de junio de 1953 era coronada en Westminster la reina Isabel II de Inglaterra, felizmente reinante en la actualidad. Sesenta y un años después, tal día como ayer, Juan Carlos I de España, firmó su abdicación. Hoy esta columna se pone solemne, viste su capa de armiño para constatar las regias efemérides.

El rey optó por la alternativa que conlleva la dignidad como consecuencia de un reinado con treinta ocho años de ejercicio y en el que ha habido más luces que sombras. Mermado en sus facultades físicas tras un récord de trece operaciones en su cuerpo de amante y practicante de multitud de deportes, Juan Carlos era un anciano que afrontaba multitud de problemas personales y familiares que le aconsejaron tomar una gallarda y valiente decisión.

La misma que un año antes asumió Alberto, rey de los belgas, o la todopoderosa reina Beatriz de Holanda, que activaron los mecanismos sucesorios en las personas de sus hijos Felipe y Guillermo.

Titulo mi colaboración utilizando la popular obra de Francisco de Rojas, también según algunos estudiosos atribuida a Calderón, Del rey abajo ninguno, que narra cómo en el siglo XIV, durante el reinado de Alfonso XI, se pone a prueba la lealtad al rey por parte de un conocido noble. Hoy el pueblo español esta moderadamente divido en torno a la monarquía, y sería muy difícil la reivindicación narrada por Rojas.

Cuando esto escribo las redes sociales anuncian manifestaciones convocadas en las principales plazas de todas las ciudades españolas, auspiciadas por la izquierda tradicional y por esa nueva izquierda emergente, a favor de la República.

No voy a escribir la memoria civil de estos treinta y ocho años, pero el balance, a mi juicio no ha sido del todo malo.

El verbo abdicar y el verbo dimitir deben ser conjugados con naturalidad, y no resultar una excepción en el discurso de la vida y de la política. Décadas atrás me hubiera costado mucho escribir este artículo en estos términos, pues me lo hubiera impedido mi juventud afrancesada y tibiamente republicana. Transcurrido todo este tiempo y conociendo el talante de contemporaneidad del sucesor, Felipe VI, me atrevo a escribir negro sobre blanco que iniciamos un período deseable con una nueva lectura para la institución real.

Juan Carlos se estaba yendo desde que el doctor Cabanela lo metió en el quirófano. Sus tres viajes a los países árabes del Golfo fueron de despedida y cierre. Su último periplo para un hombre de 76 años que, como diría un castizo, «tiene cuarenta años cotizados como rey».

Y modificando el sentido de la vieja frase, debo concluir como antaño, poniéndome estupendo y proclamando: «El rey ha abdicado. Viva el rey».