Más allá de sus graves efectos sustantivos, de orden económico y social, la crisis tuvo su dimensión más dramática en dos escenarios que captaron durante tres años al público en general. El primero era la calle, donde se produjeron las manifestaciones del 15-M, la oleada abortada de huelgas sindicales, los escraches a políticos e instituciones, las revueltas del Gamonal y Sants, las pitadas de los preferentistas, los comandos antidesahucios, las protestas contra Wert, las manifestaciones contra el aborto, las concentraciones contra los ERE y las blancas y de otros colores contra los recortes en sanidad y los servicios públicos. Y el segundo fue la galaxia mediática, donde las tertulias y reality shows pugnaban por satisfacer el consumo de informes de Cáritas, historias de jóvenes que emigraron a Londres, niños que llegan a clase sin desayuno, cajeras de supermercado que no puede pagar su hipoteca de 280.000 euros, funcionarios que no cobraron la paga extra y emigrantes que fueron devueltos a Marruecos después de haberse saltado heroicamente las vallas y concertinas.
Y sobre tales escenarios se creó la imagen de una España miserable e injusta, entregada a la banca y a Merkel, con servicios de Senegal y pobreza infantil de Rumanía, con una pobreza energética de la que nunca nos habían hablado, y con listas de parados que suben o bajan, según quién debata, de millón en millón. Y hasta hubo economistas que tuvieron que retroceder un siglo para encontrar una España tan pobre, triste y deprimida como esta.
Mi sospecha de que esto no debía ser del todo así me vino de Cataluña, donde bastó un conjuro de Mas a favor del independentismo para que la crisis se evaporase de los medios y fuese sustituida por «España nos roba» y el «dret a decidir». ¡Nunca máis! -diría Manolo Rivas- se volvió a hablar de crisis. Y, lejos de montar nuevos escraches y estadísticas de Cáritas, los catalanes se lanzaron a hacer cadenas humanas, simposios sobre sus guerras contra España, y campañas internacionales a favor del referendo, para las que a la Generalitat nunca le faltó ni tiempo ni dinero.
Y la definitiva convicción de que algo de teatro sí que había me vino de las olas de republicanismo y Podemos que ahora nos invaden, y que han llenado nuestras calles de gente que quiere votar la monarquía, de republicanos confederalistas formados en las célebres aulas del PPO, y de una retórica gauche divine que hizo desaparecer de los medios de comunicación a los desahuciados, los hambrientos, los parados, los preferentistas, los indignados y al mismísimo Krugman. Y todo esto me parece un milagro, porque, aunque la crisis debe seguir ahí, han cambiado las percepciones del pueblo. Y, mientras Cayo Lara encirra sus huestes contra la monarquía, a mí me parece que la crisis de España nos equipara a Namibia.