La evolución de los acontecimientos en el mundo árabe ocurre a tal velocidad que es difícil hacer previsiones y análisis de la situación estratégica. Por un lado, el conflicto de Siria se ha extendido a Irak, lo mismo que el de Afganistán a Pakistán. También, el de Israel y Palestina sigue un curso de altos y bajos, con víctimas de ambas partes, sin encontrar una solución. Más allá, Egipto está siendo contenido con mano dura sobre quienes se aprovecharon de la caída de Mubarak para llevar a los islamistas de los Hermanos Musulmanes al poder. Ahora están siendo juzgados con la máxima severidad. Al mismo tiempo, en Libia, se vota un nuevo Gobierno con el país dividido y fragmentado entre las facciones que acabaron (ayudados por Occidente) con el régimen de Gadafi, hace tres años.
Los acontecimientos ocurren tan deprisa que la conflictividad en el mundo árabe se extiende como un mal que busca refugio en los cuerpos más débiles para destrozarlos. Sin embargo es sorprendente que países como Marruecos, Túnez y Argelia resistan a estas corrientes malignas y sean capaces de mantener sus sociedades en orden y en paz, lo que favorece el progreso.
Por eso Europa debería estar muy atenta para apoyar a estos gobiernos, porque de su paz depende la nuestra. El sur de Europa y el norte de África forman un conjunto interdependiente que los inmigrantes están reclamando, pero también las empresas españolas que allí se han instalado.