Como señalan las encuestas del CIS, hay una preocupación creciente entre los ciudadanos por el futuro político de España. El Partido Popular, en el Gobierno, ha fiado su estrategia a la recuperación económica y del empleo, pero, según la última encuesta, a los españoles lo que realmente les está produciendo mayor rechazo es la corrupción. Una corrupción que aparece y reaparece entre los populares desde los lugares más insospechados, pero que también aflora entre los socialistas, que llevan muchos años más preocupados por su propio futuro que por los problemas de los ciudadanos, llegando incluso a reducir su papel opositor, porque también ellos están salpicados por los mismos problemas. Tampoco los sindicatos se quedan fuera. Por si fuera poco, la patronal bancaria y empresarial del país nos atiza de vez en cuando con propuestas que solo miran maximizar los beneficios del capital a costa de convertir el mercado laboral en una alternativa low cost, para ser más competitivos en comparación con los costes laborales de países en vías de desarrollo dentro del esquema del capitalismo global dominante.
La respuesta más frecuente se centra en justificar las imputaciones y que el tiempo resuelva lo demás, pero en el fondo, al analizar la filosofía que hay detrás de esas respuestas, sigue viva una cultura política instalada en conductas poco éticas y que, si en un pasado reciente se justificaban por ser consustanciales a una forma de hacer la política, la difícil situación de una gran parte de la población, hace que lo que antes parecía normal ahora sea totalmente deleznable. Lo que se pide es tolerancia cero con cualquier tipo de comportamiento poco ético y la toma de medidas contundentes, asumiendo que, además de la responsabilidad judicial, hay una responsabilidad política, por la que hay que pagar. Pero seguimos viendo cómo, casi siempre, la única respuesta es tapar los imputados, aplazar las decisiones, justificar lo injustificable, y dejar que el tiempo haga que los ciudadanos olvidemos los hechos políticamente poco éticos, en un enorme juego de confusión entre la ética política y los actos judiciales delictivos. Entre nosotros tenemos un caso paradigmático de este erróneo proceder en el concello de Santiago.
Fue este caldo de cultivo lo que hizo crecer a organizaciones antisistema como Podemos. No es extraño que los jóvenes, con un 50 % o más en el paro, sin presente y sin esperanza de futuro, irrumpan en el escenario político con una rotunda voz colectiva, que no es otra cosa que la expresión de la necesidad de romper el tejido de intereses establecidos, para poder encontrar un nuevo horizonte para su vida. Y a eso no se responde con una propuesta de regeneración democrática centrada en modificar la elección de los alcaldes, que, a la vista del menos sagaz, se presenta como una estrategia para mantenerse en el poder municipal en las próximas elecciones.
La única respuesta que la población insatisfecha espera es la de una ruptura real, firme y decidida con el pasado, pero en la realidad de la partitocracia reinante, sabemos que no se va a actuar con esta contundencia, porque hacerlo sería lo mismo que hacerse el Harakiri. Es comprensible, pero también lo es que por este camino ese Harakiri lo van a practicar los que ahora están fuera, pero aspiran a participar en la construcción de un nuevo modelo. Un reto para Rajoy, para el nuevo secretario de los socialistas, e incluso para el nuevo rey. El futuro no se puede reinventar con las inercias del pasado, máxime cuando esas inercias son las que provocaron el rechazo. En definitiva, la solución no es solo la economía, porque el problema es la corrupción.