Aquel tren que no llegó al destino

OPINIÓN

24 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Además de las 79 personas que murieron en el accidente, la tragedia de A Grandeira causó mucho dolor en los heridos que sobrevivieron con graves secuelas, en los familiares que luchan por cerrar el caso con justicia, en la gente -profesionales y vecinos- que se vieron implicados en el suceso, y en todos los que contemplamos la estúpida catástrofe que produce un tren que circula a 190 km/h en un tramo señalado a 80, y a una distancia insuficiente para entrar con total normalidad en la estación de Santiago. Por eso tiene mucho sentido que hoy recordemos aquel suceso con dolor, tratando de consolar a los que sufren y de aprender las lecciones que pueden derivarse de tan grave accidente.

Pero conviene recordar que el dolor humano ni se paga con dinero ni se resarce con cárcel, que la implicación directa en los hechos no da una visión más clara y objetiva de los mismos, y que no es seguro que un recuerdo hipertrofiado -conducente a una justicia infinita, satisfactoria y ejemplar-, domine el recuerdo de aquel aciago día. Las características del accidente, la circunstancia festiva del 24 de julio del 2013, la actuación heroica de los vecinos de Angrois y de los cuerpos de sanidad, policía y bomberos presentes en Santiago, propiciaron la conversión de la tragedia en un espectáculo mediático cuya vigencia se mantiene un año después. Y la rara fascinación de algunas imágenes obtenidas -la del tren irrumpiendo en la curva a toda velocidad y descarrilando a causa de su propia inercia es de las mejores y más oportunas que hay entre los accidentes de todos los tiempos- siguen resultando útiles y atractivas para todos los debates y reality shows que dominan las televisiones de todo el mundo. Y por eso no deberíamos olvidar que tanto el dolor moral como la justicia efectiva son inversamente proporcionales a la teatralización y a la instrumentación política del caso, y que corremos un enorme riesgo de convertir todo aquello en una historia interminable.

El punto más delicado está, en mi opinión, en el juzgado, donde la posibilidad de una instrucción rápida y limpia, que favoreciese el resarcimiento de las víctimas y determinase las lecciones del caso, ha dejado paso a un planteamiento universalista -todo es objeto de investigación, y todos son posibles responsables- que ya produjo dos efectos indeseados: la exasperante lentitud del caso, que -salvo que al nuevo juez lo inspire el Espíritu Santo- apenas puede considerarse iniciado; y la práctica imposibilidad de que, al haber convertido la instrucción en una fuente inagotable de insinuaciones imposibles de gestionar, este penoso juicio culmine en una sentencia limpia, aceptada y justa que ponga fin al balbordo mediático levantado.

Por eso pido que cese el espectáculo y la pelea. Para dejar paso a la oración, la justicia y el consuelo.