La noche del jueves se puso muy británica en Compostela. Llovía y los soportales de la Rúa Nova daban cobijo a la tropa insumisa que no se dejaba amedrentar por cuatro pingas mal contadas. Aquella noche salpicada de nubes (nada de estrellas) podía ser la misma que a esas horas sobrevolaba Inverness o la isla de Skye. Las isobaras son una de las cosas que más unen a esta Europa mal avenida, que solo se mira ya en el espejo de los satélites meteorológicos.
Esa madrugada la BBC, siempre tan BBC, emitió un impecable programa sobre el referendo de Escocia. El presentador, neutral hasta la médula, distribuía el juego con la elegancia y la precisión milimétrica de un mediocentro exquisito. Había que forzar un poco el oído -el Erasmus ya empieza a quedar lejos- para descifrar el áspero acento escocés con el que estudiantes, granjeros y hosteleros iban explicando por qué su yes y por qué su no. Las pantallas aún no habían escupido los primeros resultados, pero en el plató, en la Royal Mile y en los pubs no había ni un átomo de esa crispación made in Spain con la que aderezamos todos los debates en general y el de Cataluña en particular.
Era todo tan sosegado que recordaba la escena de El sentido de la vida en que los Monty Python ironizan sobre la parsimonia con que un oficial inglés se afeita impasible y meticulosamente en pleno ataque de los guerreros zulúes. La misma flema civilizada con la que se votó si el Reino seguía o no Unido.
Claro que igual todo esto de la democracia es como el césped inglés. Solo hace falta plantarlo y luego esperar 300 o 400 años para tener un tapiz perfecto.