E n las literaturas míticas y heroicas, la caída de una estatua -tirada por la plebe o fulminada por un rayo- era la señal más dramática de un cambio histórico. Cada vez que un hombre alcanzaba la cima del prestigio le levantaban una estatua. Y la lógica decía que cada vez que había que borrar una trayectoria se derribaba la estatua y en paz. Nerón y Calígula, por ejemplo, sufrieron esta degradación a manos del pueblo romano. Los dictadores Hitler y Stalin, que erigieron infinidad de estatuas en honra de sí mismos, vieron desde el infierno cómo todas se derrumbaban. Pero también concursan en este triste campeonato Sadam Huseín, Trujillo, Gadafi, Mubarak y Franco.
En su famosa tragedia sobre Julio César, también Shakespeare anuncia el final del excelso general valiéndose de una estatua hendida que mana sangre, y que su esposa Calpurnia había visto en un sueño espantoso: «Anoche soñó que había visto mi estatua, de la cual, como de una fuente de cien aberturas, manaba un raudal de pura sangre» (Julio César, Acto II, Escena II). Y por eso se me ocurre que al drama catalán solo le faltaba -para ser tragedia- una estatua derribada. Y fue Jordi Pujol -una vez más- el encargado de hacerle a su país tan prodigiosa ofrenda.
La estatua del padre de la patria, en Premià de Dalt, fue derribada por la onda expansiva del decreto de Mas que convocaba el referendo. Y el destino quiso que no solo el pueblo de Cataluña se embadurnase las manos en el fango que le hizo de cama, sino que los operarios del ayuntamiento, encargados por la casta convergente de resituar la efigie en su pedestal, optasen por colgarla de su broncíneo cuello y levantarlo con una grúa, generando una imagen terrorífica y anticonstitucional que recuerda a pies juntillas los ajusticiamientos que hizo Sadam Huseín tras la invasión de Kuwait.
De ahí espero que el envenenado proceso catalán, incendiado por élites ávidas de poder y de negocios, y articulado sobre una rancia retórica de patrias inmarcesibles y banderas sacralizadas, haya empezado a declinar. Su caída será lenta, bien seguro. Y en ella volverán a repetirse escenas de miseria intelectual y moral difícilmente superables. Pero con la estatua de Pujol arrojada al fango, y con Mas haciendo de marioneta de Junqueras, parece lógico y posible que la parte más vigorosa de la sociedad catalana empiece a sentir el riesgo que amenaza su riqueza, su prestigio y su bienestar, y a lamentar que la misma clase política que un día nos pareció paradigma de modernidad y sensatez, se enseñe hoy como una pandilla de manipuladores que están dispuestos a vender su pueblo, su historia y su prestigio por un plato de lentejas.
Por eso espero que el derribo de la estatua del gran Pujol sea una señal de los dioses. La que marque el fin de una época que solo servirá para olvidarla.