El pasado viernes se reunió la parte gallega de la Justicia para abrir la nada. Porque el curso judicial ya no existe -o no debiera existir-, los servicios públicos nunca cierran, y el panorama no está para fiestas y discursitos. En resumen, era una mañana de trabajo y se han ido de aquelarre.
Para que la solemnidad ocultase la anorexia, el salón se llenó de fastuosas togas y puñetas, y de espléndidos collares, cosa que sorprende sobremanera cuando los reyes ya no llevan mantos de armiño, las folclóricas ya no usan mantilla, la duquesa de Alba ya no tiene lacayos y el papa Francisco aparcó sus zapatos rojos. Solo los gaiteros, los dictadores africanos y los jueces visten su oficio para valorarlo. Y eso -que quizá figure en una norma que lo haga obligatorio- debería revisarse ya. Porque no es posible que creamos en un servicio moderno y eficiente si los funcionarios visten como Tomás Moro. «La cara -dice el pueblo- es el espejo del alma». Y el alma que se vio el viernes es la de una justicia rancia, ampulosa, y con un fondo de anorexia que haría palidecer -¡yo también soy un carroza!- a la mismísima Twiggy (la Lesley Lawson de nuestra juventud).
Lo curioso es que todo esto solo sirvió para lamentarse -como si fuesen repartidores de refrescos- de las cosas incomprensibles que ellos mismos hacen, entre las que ocuparon un lugar de privilegio los abundantes y huecos macroprocesos que luego se desinflan como globos de caucho. También se lamentaron del exhibicionismo de algunos compañeros que pueden hacer de su capa un sayo, y de la dificultad que tienen para terminar la práctica totalidad de los procesos -sean macro o micro- que más escandalizan a la parroquia. Y por eso no me pregunto si su oficio consiste en quejarse o en resolverlo, y si podemos seguir pagándoles a unos jueces que, a lo que parece, no son responsables de nada de cuanto sucede encima de sus poderosas e intocables mesas de despacho.
Eché en falta, en cambio, que no hablasen nada de los procesos que se pierden hábilmente entre los legajos, y que no se solucionan porque a nadie le da la puñetera gana de hacerlo. Entre ellos figura aquel paradigmático escándalo que tocó de lleno a la CEG, en el año 2000, y que, de haberse solucionado en tiempo, y cuando todos estaban vivos, también hubiese afectado a los sindicatos y a la Xunta. Porque esa instrucción, con independencia de que finalice o no, ya es una flagrante injusticia, cuya responsabilidad estaba al 100 % -sin atenuantes ni eximentes- entre los reunidos en la fiesta del viernes, donde se puso de manifiesto que el problema de la Justicia española no es de medios, ni de informatización, ni de leyes, ni de independencia. Es un problema de mentalidad, porque tenemos una Justicia que lo es casi todo menos un servicio público moderno, eficiente y democrático.