En esta pachanga de todos contra todos que es eso que en España se conoce como opinión pública, de vez en cuando irrumpe un héroe improvisado. Un tipo que, como en las grandes finales, sale en el último minuto desde el banquillo para meter el gol definitivo cuando la prórroga ya agoniza. Anoche, a la misma hora en que por las redes sociales pululaban más expertos en fiebres hemorrágicas africanas que fans descerebrados de Justin Bieber, a mí un profesor de Epidemiología me dijo que lo sentía mucho pero que no era la persona más adecuada para analizar el caso del ébola porque no trabaja exactamente con ese tipo de enfermedades infecciosas. Si alguien no lo cree, lo tengo por escrito, con correo corporativo y marchamo de la universidad. Como Bartleby, el escribiente de Wall Street, me explicó muy educadamente que preferiría no hacerlo.
El coraje de este hombre me recordó al de un tertuliano televisivo de primera hora de la mañana que, en plena crisis vaticana, se negó a opinar, como el resto de compañeros de mesa, sobre la sucesión de Joseph Ratzinger en la basílica de San Pedro. El periodista, muy socrático, exhibió un par de agallas hasta entonces inéditas en la pantalla española:
-Me tienes que perdonar, pero de eso no sé nada.
Son esa clase de gente que se sale del guion, o incluso del fotograma, como los dibujos animados de Tex Avery. O como esos tres consejeros de Caja Madrid (con perdón) que no utilizaron nunca la tarjeta negra que la superioridad -en plan camello a la puerta del instituto- les había metido en el bolsillo de la americana para que se fueran enganchando al gratis total y luego no votasen cosas raras el día del consejo de administración.
Por supuesto, hay héroes superlativos, como Pajares y García Viejo, que dieron literalmente su vida por los demás. O la propia Teresa Romero, que se presentó voluntaria para atender a los enfermos de ébola, y que tiene un virus letal en las venas porque su vocación consiste en cuidar a los moribundos y no en darle a una tecla.
Por eso, aunque me da mucha pena el can Excalibur, que ayer ascendió a los cielos perrunos y a los de Twitter, y se me ocurren muchos chascarrillos sobre Ana Mato, las orgías de confeti que regaban sus fiestas de cumpleaños, la asombrosa generación espontánea de un Jaguar en su garaje y el ministerio (tenía que ser Sanidad) que le tocó en la timba de Génova 13, hoy prefiero recordar que aún queda un buen puñado de héroes cotidianos en este país plagado de todólogos, marisabidillos y lugarcomunistas que convierten cualquier asunto -por grave que sea- en una pelea zafia y amañada entre boxeadores sonados que escupen las muelas con la misma displicencia que su rencor.