Si algo ha caracterizado la historia de la Turquía moderna ha sido su rechazo frontal a aceptar cualquier realidad étnica, dentro de lo que consideran su territorio, distinta a la turca, es decir, a la kurda. Durante décadas, la brutal represión, los traslados masivos, la negación constante, la falta de inversión en infraestructuras, las expropiaciones forzosas intentaron reducir al mínimo la expresión de los kurdos. La transformación del PKK, inicialmente partido democrático hasta su ilegalización, en organización terrorista y sus actuaciones han sido la excusa perfecta para mantener al Kurdistán subyugado, sometido a condiciones de penuria y bajo presión militar.
Ahora que Kobane, la localidad fronteriza entre Siria y Turquía vive la resistencia numantina de unos pocos y mal armados kurdos, Erdogan advierte sobre la previsible caída de la ciudad en manos del EI y la necesidad de que la Comunidad Internacional intervenga con tropas sobre el terreno.
Su hipocresía no tiene límites. Turquía no ha permitido que los voluntarios kurdos entraran en Siria para defender la ciudad argumentando que no quiere armar a los terroristas del PKK mientras franqueaba la entrada a los terroristas del EI. Y es que estos no solo atacan al gobierno de Bashar al Asad, feroz perseguidor de los Hermanos Musulmanes afín a la organización islamista de Erdogan, sino que también luchan contra los kurdos, la eterna amenaza a la supremacía turca. Dos pájaros de un tiro y decenas de miles de muertos sobre los que creía que nadie le pediría explicaciones. Pero, los kurdos ya no se callan, sino que, incluso, se atreven a entrar en el Parlamento Europeo para pedir ayuda. Y es que después de tantos genocidios, ya no le tienen miedo a nada aunque solo les queden piedras para defenderse contra los tanques yihadistas.