En los setenta Sadat, el sucesor de Nasser en la presidencia del país que lideraba en aquel momento el panarabismo, dio un golpe de timón a su política exterior. Para consolidar su poder y, en un intento de acercamiento a EE. UU. cuando la Guerra Fría se hallaba en su máximo apogeo, persiguió a todas aquellas personas con tendencias de izquierdas. En este esfuerzo por contrarrestar cualquier atisbo de influencia soviética, sobre todo en el ámbito universitario, propició que las organizaciones islamistas y los sindicatos profesionales afines fueran ganando adeptos y votaciones.
El resultado fue que la red de los Hermanos Musulmanes fue ocupando las mentes y los esfuerzos de los profesionales destinados a marcar el avance de Egipto mientras consolidaba una importantísima red asistencial que logró captar a millones de personas para su causa. Una fuerza que en el 2012 auparía al poder al brazo político de esta cofradía y a Morsi a la presidencia del país.
La guerra de Afganistán y el impulso que tanto Arabia Saudí como Estados Unidos dieron a los islamistas que hacían el trabajo sucio frente a los soviéticos, acabó por convertirse en el caldo de cultivo del fenómeno terrorista que hoy constituye la mayor amenaza para la estabilidad de Oriente Próximo. Una amenaza que se está extendiendo de manera preocupante, hasta el punto de haber supuesto que el actual presidente egipcio, Al Sisi, haya tenido que decretar el estado de emergencia en la península del Sinaí, mientras el Ejército libanés se enfrenta a los islamistas suníes en la localidad de Trípoli, en cuyo casco histórico mantienen atrapados a cientos de civiles.