Supongamos que España es un centro comercial, metáfora nada descabellada para definir una economía que cada vez se parece más a los grandes almacenes y menos a una fábrica. En esa gran compañía los ciudadanos lo somos todo: accionistas -unos más que otros, claro-, dependientes -incluyendo a los ex que quieren recuperar su puesto- y clientes, papel este compartido con algunos extranjeros que también compran en el establecimiento. Las cosas no marchan bien en nuestra empresa, aunque se atisba una leve mejoría, y por esa razón los principales jefes de departamento han trasladado a la dirección, a través de su portavoz -un tal César Alierta, que despacha teléfonos móviles en la planta baja-, una serie de propuestas para enderezar el rumbo.
El gerente, que responde al apellido De Guindos, los escucha con atención, pero también con cierto mosqueo, porque él tiene trazada su hoja de ruta y no piensa desviarse un ápice. Algunas propuestas son impecables, aunque consabidas y de escasa originalidad. La internacionalización: hay que colocar más codillo y pulpo á feira en la mesas alemanas, y más pizarra en las techumbres de los franceses. El tamaño empresarial: necesitamos unidades de negocio de mayor dimensión para acabar con el minifundismo y aumentar la productividad. La educación y el I+D: debemos mejorar la formación del personal para incrementar su eficiencia. Otras medidas sugeridas simplemente reinciden en la política que viene siguiendo -con escaso éxito, todo hay que decirlo- la gerencia del establecimiento: ajustar más los precios de los productos y los salarios del personal, suprimir los incentivos que perciben los empleados, vender las joyas de la corona, evitar que los dependientes sisen el jersey del escaparate...
Y de repente, ¡zas!, la idea estrella: la empresa debe contratar a 2,3 millones de dependientes en los próximos cuatro años. De Guindos dio un respingo en el sillón -¡Dios, cómo no se me habrá ocurrido a mí, ahora que se avecinan elecciones!- y un reguero de esperanza inundó los pasillos perfectamente climatizados de nuestros grandes almacenes. Ni siquiera enfrió el entusiasmo colectivo el saber que gran parte de los empleos propuestos en realidad ya existen: solo se trata de rescatarlos del sótano y resituarlos en planta. Aflorarlos, dicho en jerga al uso, lo cual no es poco.
La cuestión radica en que nadie sabría qué hacer con ese aluvión de nuevas altas. En el departamento de bricolaje, floreciente hasta el 2007, no hay trabajo, porque la gente dejó de armar casitas. La cafetería y la agencia de viajes, beneficiarias últimas del auge del turismo, están saturadas de personal. ¿En qué departamento colocamos a los nuevos? ¿En perfumería, en accesorios del automóvil, en el ramo de la confección, en librería y prensa? El problema de fondo reside en la falta de clientes que atender. La demanda está débil y la anemia no se combate con dietas de adelgazamiento, ni con saldos y rebajas, ni con atractivas ofertas de temporada. Alierta y congéneres no se dan por enterados y por eso siguen con su matraca: esta vez, envuelta en el sugestivo celofán de un increíble brindis al sol.