Cuando en 1977 España recuperó la libertad, cinco grandes problemas del país, nacidos en momentos diferentes, y que no habíamos sido capaces de superar en el pasado, llamaban a la puerta de las nuevas instituciones democráticas: el territorial, el religioso, el militar, el de la forma de gobierno y el de la de democracia política y social.
No es necesario ser un ferviente admirador de los logros del régimen político nacido con la Constitución de 1978 para concluir que cuatro de esos cinco problemas están resueltos, en lo esencial, desde hace años: los militares son un sector de la Administración que actúa con obediencia y lealtad a las órdenes del Gobierno; el principio de la aconfesionalidad preside las relaciones entre la Iglesia y el Estado; el rey no interviene en la política nacional, que está en manos de órganos responsables surgidos del voto popular; y nuestra democracia, con sus defectos, algunos de los cuales están en las portadas de todos los periódicos, no solo es la mejor que hemos tenido jamás, sino que resulta comparable a la de los países que están a la cabeza de la UE.
Solo el problema territorial ha seguido ahí, agazapado o echado al monte, durante las casi cuatro décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas. Y ha seguido ahí, debe subrayarse con toda claridad, pese a que en ningún ámbito se han hecho en España esfuerzos de cambio comparables, en su importancia e intensidad, a los realizados en la esfera de la descentralización del Estado.
Ninguno de esos esfuerzos ha sido suficiente, sin embargo, para contentar a unos nacionalismos insaciables que, pese a ser en el conjunto del país muy minoritarios, han conseguido no solo influir en la agenda política de una forma absolutamente desproporcionada a su peso electoral, sino que han logrado además generalizar aquel «Estado de delirio» al que un día Antonio Muñoz Molina se refirió con tanta razón como coraje.
Es ese Estado de delirio el que explica uno de los últimos desatinos del nacionalismo. Vean si no: la Universidad de Gerona debatirá retirar el doctorado honoris causa a una magistrada del Tribunal Constitucional de España (TCE), Encarnación Roca -catedrática de Derecho Civil en Barcelona-, por haber votado a favor de la admisión a trámite del primer recurso del Gobierno contra la convocatoria del referendo catalán de autodeterminación. Como Encarnación Roca volvió a votar el martes en el TCE en idéntico sentido, cabe suponer que lo siguiente será declararla persona non grata en Cataluña.
¿Es que nos hemos vuelto todos locos? Eso parece porque, al no haber tenido a tiempo el sentido común de decir no a los dislates de los nacionalistas, estos han acabado por convencerse de que en España, si el nacionalismo está detrás, cualquier disparate es ya posible. ¡Y si no, que se lo digan a Artur Mas!