«¡Es la duquesa de Sevilla, de Andalucía y de España!». La muerte de Cayetana de Alba consigue que miles de personas se apelotonen en la calle para agradecer no se sabe muy bien qué a la mayor terrateniente de una comunidad con un 35 por ciento de paro. Hablamos de una señora ungida de privilegios por la gracia de un rey, una mujer riquísima que ha saneado su patrimonio con fondos públicos, una ciudadana exenta de pagar muchos impuestos porque sus propiedades son oficialmente patrimonio nacional, una persona que poquísimo ha hecho por la economía productiva de España. Desfila tanta gente ante su catafalco que seguro que muchos de ellos sostienen en el café que este sistema agonizante que facilita las desigualdades merece ser cambiado mientras se reponen del homenaje que le acaban de dispensar a ese anacronismo con rizos que era la duquesa. La masa es así, contradictoria, chabacana, excesiva y sugestionable. Un día chilla viva Franco y al siguiente se manifiesta demócrata. Al levantarse exige igualdad y al atardecer jalea a una familia que juega a la oca con sus palacios.
Es inevitable barruntar si esos rostros apelotonados son siempre los mismos, sospechar que los mueve un impulso atávico que disuelve las preguntas y la crítica. Siempre hay algo inquietante en una marabunta de personas, un gesto alienado en la mirada. Es fácil sentir un posito de vergüenza ajena al escuchar esas reacciones descaradas con las que siempre se manifiestan los individuos cuando sienten el calor pegajoso de una legión a sus espaldas. Es entonces cuando conviene aclarar que una cosa es la masa y otra muy distinta, la democracia.