Han vuelto a las tablas los Monty Python. Falta, claro, el gran Graham Chapman, y el resto están más añosos, más anchos y más calvos, pero sobre el escenario conservan esa pegada que los hizo célebres con gags como el de esos millonarios de Yorkshire que, copazo y habano en ristre, recuerdan los viejos tiempos, cuando eran pobres pero felices. Tras una disparatada ronda de memorias impostadas -que harían sonrojar al Pequeño Nicolás-, uno de ellos llega al paroxismo del rico hecho a sí mismo con una infancia atribulada:
-Nos levantábamos media hora antes de acostarnos, comíamos veneno frío, trabajábamos 29 horas al día y le pagábamos al patrón para que nos dejase trabajar.
A lo que uno de sus opulentos colegas contesta sin que le tiemble un pelo del bigote:
-Trata de contarle eso a la juventud de hoy. No te creerán.
Pero la cima de los Monty Python es sin duda La vida de Brian. En una de sus escenas más gloriosas, los miembros del Frente Popular de Judea están reunidos en su guarida, planificando el secuestro del mujer de Pilatos.
-Le daremos dos días para desmantelar todo el aparato imperialista romano.
Los rebeldes aplauden entusiasmados el plan y las reivindicaciones porque los malvados romanos les han desangrado durante años. «Nos han quitado todo lo que teníamos. Y no solo a nosotros, sino a nuestros padres y a los padres de nuestros padres. ¿Y qué nos han dado a cambio los romanos?», pregunta el líder.
Y empieza el jolgorio, porque la lista de los logros del Imperio es más larga que la de los movimientos de las tarjetas black de Bankia.
«Bueno, pero aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué nos han dado los romanos?», zanja el debate el cabecilla de los rebeldes.
Y es que, tal y como se está poniendo aquí la cosa, casi empezamos a echar de menos aquella Hispania que nos pusieron los romanos, con vías de última generación hasta la capital del Imperio, murallas, faros, termas y otras pequeñeces, como el derecho o el vino, sin las que no se podría entender nuestra cultura de lindes y servidumbres de paso o el mimo con que se cuidan las últimas parras de Occidente.
Si Brian viviese en la Galicia del 2014, en vez de pintar en el palacio de Pilatos su «romanos go home» en latín mal declinado, seguramente tatuaría de grafitis la muralla de Lugo: «¡Que vuelvan los romanos!».