Estimado ministro:
Le escribo con urgencia porque, de repente, en forma de destello luminoso en la duermevela, se me presentó el remedio definitivo a los males que aquejan a nuestra patria. Si usted cree, como su amigo Jean Claude Juncker, que aún es posible cambiar el trágico final del cuento de la lechera, verá que mi propuesta resulta, además de sensata, perfectamente factible. Le anticipo el resultado al razonamiento: mi fórmula permitirá aumentar la inversión privada un 75 % en tres años y recolocarla en un nivel superior al del 2007, el último año en que vivimos peligrosamente. Y todo sin inflar la deuda ni añadir un ápice al déficit público. Dejo en manos de sus técnicos el cálculo de lo que mi conclusión significa en materia de empleo, pero presumo que, una vez ejecutado el programa, únicamente no trabajará quien no quiera.
Seguro que conoce la fábula de Esopo y también -desde luego, mucho mejor que yo- la versión que del cuento está reescribiendo Juncker. Pero permítame recordarla por si acaso esta carta se publica y cae en manos de personas menos instruidas que nosotros. Iba la lechera, con su cántaro en la cabeza, ideando la cascada de un próspero negocio. Con la nata elaboraría una sabrosa mantequilla, con cuya venta compraría un canasto de huevos que, en solo cuatro días, llenaría su granja de pollitos. Una vez transformados los polluelos en espléndidos gallos y gallinas ponedoras, los llevaría a la feria y con su importe adquiriría un hermoso vestido verde, con bordados y gran lazo en la cintura, para seducir, en la fiesta del patrón, a su precioso objeto del deseo: el hijo del molinero.
A decir verdad, la leche era poca. Juncker, en su versión apócrifa, la valora en 21.000 millones de euros: 16.000 millones extraídos de los recovecos del presupuesto de la UE y otros 5.000 ordeñados al BEI. Pero el negocio es fabuloso: el hijo del molinero invertirá en la alicaída granja de la protagonista no menos de 315.000 millones de euros. Cada euro, por tanto, se multiplicará por 15.
Pero Juncker, además de modificar el final y suprimir la moraleja de la fábula, introduce una variante: permite a los diversos países realizar aportaciones al fondo que, además, no computarán como déficit a ojos de Bruselas. Esa es la nuestra, señor ministro. Ahí encaja mi propuesta: hable con el señor Montoro y dediquen 10.000 millones de euros al Plan Juncker. Ya sé que es dinero, pero no más que el dilapidado por Rodríguez Zapatero en su famoso Plan E. Además, yo le explico cómo obtenerlo fácilmente. La inversión pública se desmoronó en España un 67,6 % en cuatro años: pasó de 46.767 millones en el 2009 a 15.167 millones en el 2013. Pues bien, yo le propongo quitar los 10.000 millones de esta última cifra para destinarlo a «inversiones Juncker». Esa opción tiene un par de indicaciones favorables: reduce el déficit en un punto de PIB -en realidad no se reduce, pero Bruselas lo computará como rebaja- y nos permite reservar más de 5.000 millones en el capítulo para inversiones de reposición y mantenimiento. Tiene también un inconveniente, minúsculo en comparación con el objetivo: habrá que aplazar un año algunas inversiones que tenían previstas, pero no se preocupe: le aseguro que los gallegos podemos retrasar un año más la llegada del AVE.
Y ahora, la gran ventaja: la ingeniería Juncker multiplicará por quince la inversión público-privada de la economía española y la formación bruta de capital crecerá en 150.000 millones de euros en tres años, un 75,4 % por encima de la registrada el año pasado. Las cifras de la contabilidad nacional no me dejan mentir. En el 2007, la formación bruta de capital ascendía a 338.676 millones de euros; en el 2013 había caído un 25 % y se situaba en 198.892 millones. Añádale usted el fruto del plan Juncker-Salgado y comprobará cómo la crisis se diluye igual que un azucarillo. Y todo ello sin contar que, a mayores, algún proyecto financiado directamente por el presupuesto comunitario también caerá en nuestras manos.
Señor ministro: a la lechera del cuento se le fue la olla y no pudo conquistar al hijo del molinero. Pero si usted realmente cree que Jean Claude Juncker, ese simpático señor que simulaba estrangularlo al tiempo que su país nos sisaba impuestos de las multinacionales, es capaz de reescribir la parábola con un final feliz, el elixir que desinteresadamente le ofrezco constituye el final de nuestras tribulaciones.
Suyo afectísimo.