De la noche a la mañana mil millones de occidentales nos hemos convertido en réplicas exactas de Louis Renault, aquel célebre comisario de Casablanca que desalojó el café de Rick con la más brillante explicación de la historia del cine: «¡Es un escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!». Nosotros también acabamos de descubrir que la CIA tortura. Y, con lo listos que somos, no me extrañaría nada que un día de estos acabemos descubriendo que también asesina, que manda drones con bombas a domicilio, que tiene una cruenta historia de golpes de Estado, que inspiró el campo de concentración en Guantánamo, que constituye una isla de negro totalitarismo en el océano azul de la democracia americana, y que está fácticamente federada con los servicios secretos más peligrosos del mundo.
Los occidentales, orgullosos de nuestras democracias, odiamos la corrupción y exigimos transparencia. Y por eso acabaremos sabiendo que los presos de la CIA son trasladados en aviones secretos a distintos países -algunos de la UE- para ser torturados sin control judicial ni político. Y que esos aviones también hicieron escala en España. Y que el Pentágono no reconoce la justicia internacional que persigue los crímenes de guerra de sus soldados y espías. Y de que los falsos informes de la CIA sirvieron de justificación para colapsar los Estados de Libia, Irak, Afganistán, Pakistán y Siria, para inventar el narcoestado del Kosovo, para darle una bofetada a Putin en la cara de Serbia. Et sic de alliis, decían los clásicos.
Estamos hablando de crímenes que deberían preocupar a todos los que creemos que el mundo se está tensionando sin control. Pero también hablamos de principios. Porque, habiendo asentado nuestra creciente beligerancia internacional sobre la idea de que nosotros defendemos la libertad y ellos -el Estado islámico, por ejemplo- la barbarie, ya resulta imposible distinguir entre los que degüellan sobre la arena de los desiertos y los que torturan hasta la extenuación en oscuros e insonorizados garitos creados y gestionados en nombre de la libertad.
Si no queremos mirarnos al espejo y ver otra vez al comisario Renault, nos conviene pensar cuanto antes en que los americanos no están solos en este deleznable viaje. En la terrible facilidad con la que las democracias más avanzadas adaptan sus leyes y derechos al falso ideal de «defender a la democracia». Y en que todos los contenidos morales de nuestra civilización se derrumban como castillos de naipes cada vez que un matón con gorra de plato invoca la razón de Estado. Por eso no vivimos seguros. Porque, desde una condición que no será eterna, estamos aplicando la ley del más fuerte. Así que, tras haber descubierto que «¡aquí se juega!», nos conviene tocar el silbato y desalojar el garito, antes de que su atmósfera se haga irrespirable.