Ni el rey ni el papa deben hablar a diario

OPINIÓN

06 ene 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre las frases más citadas de la historia se coló una de Felipe II -«Yo no envié mis barcos a luchar contra los temporales»- que, sin negar que es ocurrente, no tiene ninguna enjundia. Y la razón por la que el rey prudente entró en el ránking de los más hábiles -con el «alea jacta est» de Cesar, el «to be or not to be» de Hamlet, y el «tranquilo, Jordi, tranquilo» de Juan Carlos- no hay que buscarla en su locuacidad y prolija presencia, sino, exactamente, en todo lo contrario. Porque los discursos están sometidos a la ley de la devaluación, y cuando se multiplican, su valor de mercado -con independencia del coste de producción- tiende a cero.

Por eso aprovecho esta Pascua Militar del 2015 para decir que los discursos de Felipe VI ya están en grave riesgo de devaluación por tres motivos. Porque su reciente coronación, y la urgencia que él mismo siente por romper con el quinquenius horribilis de su padre, generan una expectación tan grande que es imposible no defraudarla. Porque, dada la baja cultura monárquica de España, los discursos del rey se juzgan con los mismos criterios que se aplican a los políticos, por lo que su calificación final, por alta que sea en las formas, se hunde siempre en los contenidos. Y porque tenemos una monarquía que, siendo prolífica en actos de tipo protocolario, como la Pascua Militar, carece de un momento solemne -como el Discurso de la Corona- en el que hable el Gobierno por boca del rey.

En una monarquía parlamentaria como la española es casi imposible que un discurso del rey sea correcto si no es tópico, predecible y equidistante. Y por eso es muy probable que, si sigue hablando en todas partes, la figura de Felipe VI se haga muy pronto ligera e irrelevante. Para evitar este riesgo puede imitar el modelo de la reina de Inglaterra -muy presente, pero casi siempre calladita-, o el del emperador del Japón -reservón y prácticamente mudo-, porque ni Demóstenes hubiese salido airoso del trance si sus palabras fuesen examinadas por una prensa obligada a descubrir todos los días una piedra filosofal. A Felipe VI le conviene evitar lo que sucedió con el discurso de Navidad, que, reducido a su inevitable banalidad, fue comentado después, como si hubiese hablado Churchill, por una nube de corifeos y aduladores que piensan que inflando el globo se le hace un servicio a España. Y eso, si no lo evita ahora, no podrá corregirlo jamás.

Y, ya que estamos criticando a las altas esferas, voy a aprovechar que el Lérez pasa por Forcarei para romper -por idénticos motivos- la euforia discursiva que vive el orbe católico. Porque de la comparación siempre se puede aprender, y porque tanto Felipe como Francisco pueden ser alumnos aventajados. Así que ¡te lo digo, rey, para que me escuches, papa! Que tampoco hay que escribir un nuevo Evangelio cada día.