Cuando, hace unos días, un periodista preguntó al nuevo secretario de Organización del PSOE (¡pero quien le ha metido ese gol a Pedro Sánchez!) por la expulsión de Carlos Príncipe, César Luena expresó, con su estilo inimitable, la misma idea que Aznar hizo famosa: «Váyase, señor González... Príncipe». No contento con ello, le exigió además que se callara.
A uno pueden gustarle o no las formas del exalcalde socialista de Vigo para expresar sus discrepancias con el partido al que se afilió hace más de treinta años, y las críticas a Caballero, correligionario suyo, que hoy gobierna la ciudad. Pero más allá de eso, lo cierto es que la expulsión de Príncipe prueba la torpeza de los partidos para enfrentarse a sus errores y su incapacidad para asimilar la discrepancia.
Príncipe ha denunciado la existencia en el Ayuntamiento vigués de una red de nepotismo que, según lo que este diario ha publicado, está lejos de ser una invención. Sin embargo, el PSOE, en lugar de investigar a fondo las denuncias, ha decidido matar al mensajero con la vana esperanza de que así borrará la sólida realidad en que aquellas parecen sustentarse.
Pero Príncipe, al igual que otros importantes exdirigentes socialistas (Leguina, Bono, Vázquez, Jordi Sevilla o el mismísimo Alfonso Guerra) ha expresado además discrepancias de fondo con la política socialista pos-Zapatero que comparten miles de militantes del PSOE y cientos de miles de electores que en los últimos años han dejado de votarlo.
Los dirigentes partidistas (no solo los del PSOE, por supuesto) exigen siempre que las discrepancias se expresen internamente y no de forma pública, porque saben que esa es la mejor forma de acallarlas y convertirlas en totalmente irrelevantes. Pero tal modo de actuar es no solo antidemocrático, sino suicida. ¿Se imaginan cuántos problemas se hubiera evitado el PSOE de Zapatero, y España entera, si el clamor interno sobre el tardío reconocimiento de la crisis, que tanto contribuyó a su agravamiento, o sobre la demencial política territorial del presidente, origen de los males que padecemos hoy en Cataluña, se hubieran expresado abiertamente, hasta el punto de poder evitar los disparates del Gobierno? Muchos socialistas se echan hoy las manos a la cabeza, arrepentidos por la cobardía de un partido que no supo pararle los pies a quien los conducía a paso de gigante al abismo en que hoy están.
Los dirigentes de partido no aprenden nunca, ni de su experiencia, ni de la de los demás, y prefieren siempre una sumaria expulsión a un buen debate. Y ello por una sencillísima razón: porque el patriotismo de partido es la mejor forma de asegurar lealtades, conservar puestos y medrar. Si alguien esperaba que con Pedro Sánchez iba a ser distinto, ya puede despedirse. Quien se mueve no sale en la foto: sale del partido.