El año 2014 se cerró con la buena noticia de la adjudicación de la ampliación del tramo Santiago Sur-Santiago Norte de la AP-9 en un plazo de 21 meses y con un presupuesto aproximado de 64 millones de euros. Dicha intervención, aunque se realiza en Santiago, es de capital importancia para toda Galicia, ya que ese es el punto viario por el que más y más veces pasamos todos los ciudadanos gallegos. Y por eso convendría hablar sobre algunas cosas muy elementales antes de que sea tarde.
El problema de la AP-9 en Santiago no se deriva del tráfico que transita entre el norte y el sur de Galicia, sino de que el tramo mencionado se ha convertido en un enlace de extraordinarias proporciones, que, además de conectar las autopistas AG-56 (Noia), la AG-53 (Ourense), la AG-59 (A Estrada), la A-54 (Lugo), y las carreteras N-525 (Ourense), N-550 (eje atlántico Coruña-Vigo), N-547 (Lugo), y varias otras de menor rango, funciona como vía de circunvalación de la no muy grande pero sí extensa y muy activa ciudad de Santiago, a la que se asoman los polígonos industriales del Tambre y Costa Vella, el aeropuerto de Lavacolla, la Cidade da Cultura y diversos accesos a la urbe.
Por eso sería un sinsentido que la obra que se va a iniciar solucionase un problema que no tenemos -el del tránsito norte/sur de Galicia-, y dejase sin resolver el problema que tenemos, que es la articulación efectiva de la AP-9 con todas las vías y servicios que interconecta, algunos de los cuales pueden quedar con enlaces escasos en giros (caso de la A-54), o carecer directamente de enlaces (el Gaiás y los polígonos). Y eso equivaldría -Lampedusa dixit- a «cambiar algo para que nada cambie».
El galimatías santiagués se produjo porque, siendo el vértice necesario de las presentes y futuras comunicaciones de Galicia, no se quiso gestionar como tal. Y por eso los conductores tenemos la sensación de entrar en un laberinto de remiendos mal cosidos que con el paso del tiempo, el crecimiento de la ciudad, y el añadido de nuevas infraestructuras (autovía Santiago-Baamonde) seguirá siendo un funil.
Pero ahora se dan dos casualidades: que hay dinero y plazos, y que hay un alcalde en Santiago que es ingeniero de caminos. Y por eso no se entendería que las máquinas entrasen en la autovía antes de analizar a cinco bandas (Audasa, Fomento, la Xunta, el Concello compostelano y la UTE adjudicataria) la coherencia y eficacia del proyecto actual, y que no se introdujesen en él los pequeños o medianos retoques que pueden solucionar un error histórico y una profecía calamitosa. Así que Agustín Hernández tiene la primera palabra. Si la dice bien, que el apóstol se lo premie, y si no, que se lo demande. Porque esta no es una obra local, sino una pieza esencial del todavía desvencijado sistema de comunicaciones terrestres de Galicia.