Confieso que sigo con entusiasmo la primera gira de Alexis Tsipras y Yanis Varoufakis por las capitales europeas. Tanto sus cesiones como sus propuestas, así como la beligerancia de baja intensidad que se percibe en Bruselas, resucitan mi esperanza de que otra Europa es posible. Sepultar las políticas de austeridad, disolver la Troika y empezar a desactivar la bomba de la deuda -la griega, pero también la española- significaría un cambio de rumbo y redirigir la nave hacia la bocana de la recuperación y del empleo.
El lector pensará que hablo de Grecia, pero en realidad hablo de España. De esa España que crece más que nadie (en la eurozona), genera puestos de trabajo (precarios) y se financia a bajo coste (de momento). Pero también de esa España que destina más dinero a pagar los intereses de la deuda pública que a gastos educativos, un país cuyo endeudamiento crece sin cesar y cuya deuda externa ronda la friolera de 1,7 billones de euros. ¿Alguien cree de veras que esa situación puede mantenerse en el tiempo? ¿Resulta compatible esa losa cada vez más pesada con un crecimiento capaz de erradicar la lacra del paro?
Cansado de escuchar el recurrente «España no es Grecia», aunque a juzgar por las tasas de paro nos parecemos bastante, les citaré un aspecto en el que nos llevan ventaja. Las cuentas públicas de Grecia, aquellas que en su día falseaban los gobiernos asesorados por Goldman Sachs, registran hoy superávit primario. ¿Saben lo que esto significa? Simplemente que, sin tener en cuenta los intereses de la deuda, el Estado griego recauda más dinero del que gasta. En España sucede (todavía) lo contrario.
Dos lecciones se extraen de ese dato. Por un lado, refleja la brutalidad del castigo impuesto a Grecia: a pesar de sus raquíticos ingresos, lastrados por un escandaloso fraude fiscal, los drásticos recortes del gasto le permiten cosechar superávit primario. A costa, eso sí, de hundir al país y a sus ciudadanos en la miseria. La segunda lección desmiente a quienes afirman que Grecia precisa ayuda para pagar a sus funcionarios o sus pensiones. No es verdad: Grecia necesita dinero para abonar los intereses de su colosal deuda pública. Lo cual nos conduce a una paradoja irresoluble: sus principales acreedores -BCE, FMI y los socios del euro- tienen que seguir prestándole con una mano para poder cobrar con la otra.
Solo hay una manera de romper ese círculo perverso: aligerar la carga que aplasta las finanzas griegas y ayudar al país a levantarse. En ese marco se inscribe la sensata e inteligente medida propuesta por el nuevo Gobierno heleno al BCE: canjear el saldo deudor por bonos ligados al crecimiento. Es decir, pagaremos hasta el último céntimo, pero a medida en que despegue nuestra economía. El sirtaki, aún en sus compases iniciales, no suena mal, pero al Gobierno de Rajoy le desagrada casi tanto como a Schäuble. Quizá porque todo lo griego le recuerda a Podemos, o quizá por sus ínfulas de nuevo rico, disimula sus vergüenzas y se apunta al club de los acreedores. Ha olvidado dónde está su sitio y los intereses del país que administra.