La pregunta es un clásico en filosofía: ¿Tiene límite el mal? Pero ¿qué es el mal y qué es el bien? ¿Quién lo decide? Hay autores. Y hay religiones. Las atrocidades siguen encadenándose y, desde Occidente, lo que hacemos es enviar aviones para vigilar cómo se matan (en Ucrania) o para bombardear (al Ejército Islámico). Este año, con la televisión universal de Internet, hemos podido ver casi en directo como en Ucrania civiles yacían tiroteados en la cabeza en una calle, inertes, en medio de un poco de nieve sucia. Terrible la foto en la que se veía al primer hombre caído. Y nosotros un frágil alto el fuego. Pero después llegaron esas imágenes trabajadas por expertos como vehículo de propaganda con la muerte del piloto jordano en una celda a manos del Ejército Islámico. Y al ver a ese piloto rezando y luego en llamas es ahí cuando salta la cuestión: ¿Tiene límite el mal? No, no lo tiene. Y la playa con los 21 decapitados egipcios. Jordania y Egipto en seguida contestaron con un ojo por ojo. Es tan viejo como el mundo que el hombre es un lobo para el hombre (y, a veces, afirmarlo es una crueldad por la comparación para los lobos). En Donestk, en el estadio donde hace nada se jugaba la Eurocopa de fútbol, ahora se reparten malamente raciones de comida para gente hambrienta. Para gente como usted que lee y yo que escribo. Chavales que pasaron de ir al colegio y hacer cola para disfrutar de una Eurocopa a hacer cola para comer. Parece que no puede suceder en el siglo XXI. Pero sucede.