El mundo moderno se caracteriza, entre otras cosas, por la creciente capacidad de los humanos para reducir el espacio vital del azar a la mínima expresión. Rara vez los edificios se incendian o se caen, se hunden los puentes, naufragan los barcos o se estrellan los aviones, porque hay muchas personas e instituciones encargadas de evitarlo.
La seguridad absoluta se ha convertido, así, en una aspiración casi obsesiva, que explica que los Estados legislen sobre todo y todo lo vigilen mediante sistemas -muchos automáticos- que testan constantemente el correcto funcionamiento de las cosas e indican las medidas correctivas que deben aplicarse para subsanar lo que va mal o puede mejorarse. La llamada revolución científico-técnica contribuyó de forma decisiva a hacer posible que inmensos aeropuertos como los de Tokio o Nueva York, o sistemas complejísimos de trafico ferroviario como los de Londres o Madrid, pueden funcionar como un reloj, donde lo más grave suele ser que un tren o un vuelo se retrasen.
Basta comparar los estándares de seguridad existentes en los países de Occidente más desarrollados y las desgracias que se ceban con los del segundo y tercer mundo para constatar que el riesgo de accidentes es hoy, para los occidentales, un componente de la vida que se reduce cada año y que va quedando confinado a esa puñetera mala suerte que hace que un portero de fútbol joven y sano fallezca un día de un infarto fulminante.
Eso es lo que explica que cuando subimos a un avión ya no prestemos atención a las indicaciones de seguridad, pues, salvo los que tienen a volar un pánico cerval, nadie piensa que hacerlo sea más peligroso que ir en coche. De hecho, según todas las estadísticas, no lo es. Pero eso explica también que cuando se produce un terrible accidente como el de ayer de la compañía Germanwings que cubría el trayecto Barcelona-Dusseldorf nos quedemos no solo horrorizados, sino también estupefactos ante lo que ya suele ser, por fortuna, excepcional.
Ahora habrá, claro está, que esclarecer las causas de la tragedia y depurar las responsabilidades que pudieran ser del caso. Pero nada de ello nos evitará la angustiosa sensación de que hubo en día en que ciento cincuenta personas tuvieron el infortunio de viajar en el avión equivocado. Y que, un retraso en llegar al aeropuerto, un cambio de planes a última hora, un olvido del billete o un despiste con la puerta de embarque podrían haber sido la diferencia entre la vida y su trágico final.
Es el azar, que, ahogado por nuestra capacidad controladora, saca de vez en cuando la cabeza para recordarnos que, pese a todo, la mala suerte existe y se manifiesta siempre de una forma injusta y arbitraria. Pobre gente. Descansen en paz. Y tengan paz cuanto antes quienes los lloran, desconsolados, desde ayer.